Con los niños rumbo al Punto Nemo
Somira Sao / / 9 min de lectura / Community
Si lo que buscas es criar a tus hijos en lugares salvajes, haz de la flexibilidad una aliada.
Todas las fotos por Somira Sao
Cuando con James, mi marido, decidimos tener hijos, todo el mundo nos decía que nuestra vida —o al menos nuestro estilo de vida— había llegado a su fin. Cuando quedé embarazada, James se puso serio e intenso, pero no porque fuéramos a ser padres. Me miró fijamente con los ojos bien abiertos y me hizo prometerle que no dejaríamos de viajar. Estuve de acuerdo, porque yo también quería seguir explorando.
Lo que finalmente pasó fue algo un poco más grande que “viajar”. La mayoría de las familias pasa dos o tres semanas de viaje. Cuando nuestra hija Tormentina tenía solo un mes, nos fuimos de viaje en bicicleta y pasamos su primer año de vida en una carpa pedaleando por Chile y Argentina, recorriendo entre caminos de tierra desde Tierra del Fuego al Desierto de Atacama. Dos años después, cuando nació Raivo, ya le habíamos dado una vuelta al mundo con Tormentina y estábamos viviendo en una van en Sudamérica.
En la van llevábamos una canoa y equipo de escalada deportiva. Dividíamos el tiempo entre los pequeños pueblos de montaña de El Chaltén, en Argentina, y Puerto Natales, en Chile, escalando y bajando por ríos. ¿Nuestro mejor descenso? Los cuatro flotamos el río Santa Cruz en Argentina, sin soporte externo, por 381 kilómetros, desde el campo de hielo más austral en la Patagonia hasta el Atlántico.
Antes de que tuviéramos hijos, James ya había circunnavegado los pasajes del océano Antártico en su bote de carbono de 40 pies diseñado especialmente para la ocasión. En abril de 2011, luego de nuestro tercer verano en la Patagonia, decidimos reutilizar el bote y cruzar juntos el Atlántico norte desde Portland, en Maine, hasta Cherbourg, en Francia. Cuando zarpamos, ni Tormentina ni Raivo habían navegado jamás. Pensamos que si se sentían muy mal, la costa canadiense era lo suficientemente larga como para detenernos en algún puerto y, entonces, James seguiría solo.
Salimos en junio de 2011 y navegamos impecablemente por el centro de alta presión. Guardo recuerdos realmente memorables: vimos tortugas marinas nadar al lado de nosotros, nos visitaron delfines y ballenas piloto. Tormentina cumplió tres años en el viaje. Raivo tenía nueve meses. Llegamos después de 21 días y llenamos el bote de pan, vino francés y comida que compramos en el mercado local. Nos dimos cuenta de que navegar, y el consiguiente estilo de vida, funcionaba realmente bien para nuestra familia, así que continuamos.
En diciembre de 2012 mientras estábamos en Nueva Zelanda, nació nuestro tercer retoño, Pearl, y para entonces ya habíamos cruzado el Atlántico norte, la línea del ecuador, el Atlántico sur, el océanos Índico sur, el mar de Tasmania y la Gran Bahía Australiana. Todos esos viajes fueron exitosos y sin detenciones. Cada viaje duró entre 10 y 32 días. Luego planeamos una travesía gigante, 60 días sin paradas, navegando desde Auckland, en Nueva Zelanda, hasta Lorient, en Francia. Lo más probable es que fuera el último viaje que realizáramos en este bote. Ahora éramos una familia de cinco en una embarcación con un solo timón y diseñada para una persona.
El día 14, cruzamos el Punto Nemo, el polo de inaccesibilidad del Pacífico. Nemo es la ubicación más lejana en el océano. Es lo más lejos que puedes llegar desde tierra, desde cualquier lugar. El verdadero desierto oceánico. James ya había estado allí durante su aventura en solitario y quería compartir este lugar sagrado con la familia.
En menos de una semana estábamos navegando a través de tormentas a favor del viento a 72 horas de un sistema de baja presión de 982 milibares. Navegábamos rápido haciendo giros suaves en alta mar, era impresionante, esos fueron de los mejores kilómetros en las latitudes altas que hemos experimentado. El día 21, el sistema se aceleró y pasó sobre nosotros. Nos quedamos en condiciones atmosféricas tranquilas y tuvimos una sensación de alivio mezclada con esperanzas. Acabábamos de batir un récord de tiempo rumbo al este y estábamos a punto de llegar a Cabo de Hornos, la siguiente parada después del Punto Nemo. Antes de que pudiéramos celebrar, una enorme ola nos golpeó y rompió el mástil del bote. La marina de Chile nos socorrió y llegamos a salvo a nuestro inesperado destino de última hora, la isla Navarino, en Chile.
Cuando era niña, el nombre Cabo de Hornos traía a mi mente históricos viajes de grandes navegaciones hechas con bravura por exploradores como FitzRoy, Darwin y Magallanes. Me imaginaba paisajes inhóspitos donde los elementos de la naturaleza eran rudos y brutales. Nunca creí que podría encontrar auxilio allí.
Lo que siguió fue un torbellino de formalidades, incluyendo pasar por la aduana y redactar informes con la oficina del Oficial de Puerto y de la Marina. James quería hacer un mástil improvisado con la botavara y partir inmediatamente al puerto comercial más cercano y más grande en Ushuaia a través del canal de Beagle, pero la Marina chilena no nos dio permiso para zarpar hasta que instaláramos un cordaje nuevo.
La idea de detenernos y perder el momento se veía devastadora. Pensamos en lo difícil que sería continuar el viaje. Además, sabíamos que no había servicio técnico tan al sur del mundo para arreglar fácilmente nuestro bote. Sin embargo, en retrospectiva, la decisión de las autoridades navales era sabía. No había motivo para dejar un puerto seguro con nuestra familia a bordo sin realizar una reparación completa del bote.
Una vez que nos resignamos al hecho de que teníamos que quedarnos, el tiempo comenzó a pasar realmente lento. Nuestro bote estaba atracado en una ensenada del Canal Beagle en el Club de Yate Micalvi, en Puerto Williams. Estaba amarrado al lado de un montón de navíos de expedición tanto de Cabo de Hornos como de la Antártica.
Fue abrumador organizar el reemplazo de un mástil de alta tecnología en una ubicación remontada y logísticamente complicada, sobre todo con nuestro presupuesto limitado. No había servicio técnico en la isla, venta de elementos de navegación, partes, tiendas de maquinaria, ni siquiera una ferretería propiamente tal. Encontrar un tornillo que tuviera las medidas requeridas fue un desafío. Fue imposible encontrar un mástil con las características técnicas que nuestro bote necesitaba en Chile, Argentina o en toda Sudamérica. Finalmente, caímos en cuenta de que tendríamos que encargar las partes desde otro lugar, fuera de Sudamérica.
Teníamos ahorros para cubrir eventualidades y habíamos dejado tierra firme tanto mental como financieramente al invertir para nuestra épica aventura. Un nuevo mástil de carbono estaba muy por sobre nuestro presupuesto.
Teníamos amigos en la industria náutica al rededor del mundo que donaron su tiempo y conocimiento para ayudarnos. Por un tercio del costo original de un repuesto de fibra de carbono, nos contaron que podíamos colocar un tubo de aluminio sobre el trozo de mástil que quedaba y podíamos usar parte de la jarcia y de las velas de proa. Ahora, solo nos faltaba reunir los fondos.
Como somos trabajadores independientes, los niveles de estrés son altos cuando no estamos trabajando. A veces, la falta de dinero nos hacía dudar si podríamos volver a navegar. Lentamente, volvimos al ruedo y el trabajo llegó.
Dentro del bote ya no había espacio, así que por los próximos casi tres años, mientras trabajábamos para lograr nuestra meta, pasamos los días en bosques, riberas, humedales, ciénagas y la escabrosa costa del canal Beagle. Durante los dos primeros años no tuvimos un vehículo, salíamos a pie sin importar las condiciones —fuertes vientos, lluvia, barro, nieve y hielo— y deambulábamos por los caminos de tierra, huellas de caballo y senderos para caminatas.
La isla era pequeña. Así que los niños, rápidamente, encontraron sus propias rutas a diferentes lugares y les pusieron nombres a sus lugares favoritos, como “bosque botella de whiskey” o “camino del héroe nocturno”. Les entregué la libertad de explorar la isla por sí mismos y, cuando salíamos juntos de excursión, ellos debían preparar sus mochilas con ropa y comida, elegir las rutas y marcar el paso. Yo solo me ocupaba de evaluar el tiempo y energía que debíamos guardar para que todos pudiéramos volver a casa.
En un lugar con un clima tan cambiante, rápidamente aprendieron (a veces de una forma difícil) sobre viajar ligeros y estar preparados. El día no terminaba hasta que las botas de goma de alguno estuvieran llenas de agua, la ropa estuviera llena de barro, encontráramos objetos que reemplazaran el espacio en las mochilas que usaba la comida que ya habíamos consumido o que alguien hubiera soltado una gota de sangre por jugar muy fuerte.
En la naturaleza, mis hijos se convirtieron en naturalistas. Querían saber los nombres de las aves, árboles y plantas, así que íbamos muy seguido a la pequeña biblioteca del pueblo y al museo antropológico, en busca de información en libros y guías de campo.
Pronto pudieron diferenciar la lenga, el ñirre y el coihue. En nuestras caminatas, me mostraban las diferentes aves, como el caiquén, el carpintero negro, el martín pescador, el huairavo, la bandurria y la cachaña.
Durante un tiempo, mientras los dueños de una cachaña estaban en la Antártica, los niños la cuidaron y le pusieron Martine. La amaban, pero les daba pena que estuviera en una jaula, especialmente, después de ver lo vibrantes y saludables que son las cachañas libres mientras aletean felices en los árboles. Una vez, Martine se escapó de nuestro bote, pero James la alcanzó a atrapar. La semana que Martine volvió con sus dueños, escapó de su jaula y nunca volvió.
Llegamos a la isla a inicios del otoño, pudimos ver las hojas de los árboles cambiar de color, algo que nunca habíamos visto. A finales del otoño, buscamos hongos, recolectamos calafate y chaura.
Durante el invierno, a veces el bote se congelaba en la ensenada y quedaba cubierto de hielo y nieve. Los niños andaban en trineo, hacían hombres de nieve, comían helados de hielo y prendían fuego en la estufa a leña del Club de Yate Micalvi. Había días invernales totalmente tranquilos y el agua era como un espejo. Esos eran buenos días para remar en kayak y canoa por canales protegidos durante las cortas horas de luz.
La primavera era mágica, ver cómo nacían las hojas nuevas en el bosque, los niños felices corriendo por las calles embarradas y viendo polluelos de ganso por todo el canal.
Los meses de verano eran temporada alta para las expediciones y Micalvi se llenaba de diferentes idiomas y navegantes de todas partes del mundo que viajaban a través de Puerto Williams. Científicos que estudiaban el fitoplancton transformaron nuestro bote en una sala de clases y le enseñaban a los niños sobre biología marina.
El verano era también cuando veíamos palomitas silvestres (un tipo de orquídeas) y veíamos a las cachañas alimentar felices a sus polluelos con notro. A veces, los niños, muy valientemente, se sumergían en las gélidas aguas del río Ukika o del canal Beagle. Probamos las frutillas cosechadas en invernaderos de la isla y huevos de gallinas libres.
La temporada de la centolla patagónica comenzaba en julio y podía durar hasta noviembre, dependiendo del año. Al ver a los pescadores locales medir y transferir las abundantes pescas de centolla patagónica en la temporada alta, los niños pudieron ver el impacto de la pesca comercial en la comunidad y el mar. Jugar en el museo de antropología entre gigantes vértebras de ballenas blanqueadas por el sol, les entregó a los niños una perspectiva sobre su propio tamaño en el mundo.
Finalmente, arreglamos el bote y terminamos nuestra circunnavegación en mayo del 2017. Me ha tomado algunos años más apreciar el impacto que la isla tuvo en mis hijos. Muchos kilómetros acuáticos y puertos después, mis niños de la isla Navarino ahora tienen 13, 11 y 9 años y todavía añoran su “bosque mágico”. Ahora, con seis niños a bordo y un bote más grande, mis hijos buscan lugares con características similares para botar el ancla. Han estado en puertos contaminados, donde el mar parece estar muerto. Valoran el agua limpia, el aire limpio, la tierra limpia y el acceso a espacios abiertos y la naturaleza.
A menudo, pienso en la sucesión de eventos alrededor de la rotura del mástil que nos dejó en ese lugar tan especial. Nunca una recalada estuvo tan llena de emociones. Pasamos de estar aislados en el desierto marino, en una carrera a través del océano, a encontrarnos en tierra con un bote roto rodeados de personas, sonidos y olores. Se sentía tan irreal y enfermante. James y yo estábamos mentalmente destruidos, pero totalmente aliviados de estar a salvo en un puerto. Y en medio de nuestros dramas laborales y con el bote, los niños florecieron.
Perfil de la Autora
Somira Sao
Somira es una refugiada camboyana, fotógrafa profesional, escritora, esposa y madre de seis infantes. Ha circunnavegado el mundo a vela, dado a luz en cuatro países diferentes, viajado en bicicleta y caballo y ha descendido ríos con su familia. Durante los últimos 16 años, junto a su familia han estado viajando y viviendo en carpas, vans y botes a vela. Ahora navegan en un trimaran de Bosgraaf de 50 pies llamado Thunderbird.
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