Sin presión

Alexa Flower / / 7 min de lectura / Escalada

Algunas veces, olvidarte de llegar a la cumbre es lo que te pone ahí arriba.

Todas las fotos por Alexa Flower.

Caminábamos con dificultad hacia abajo para luego ascender nuevamente en medio del viento y la oscuridad, con la Vía Láctea curvándose sobre nuestras cabezas como si se tratase de un listón. Me tambaleaba con fatiga mientras mis pies resbalaban sobre las piedras sueltas regadas por la empinada ladera. Las temperaturas eran gélidas, pero estaba empapada en sudor. Antes de que comenzáramos nuestra marcha había enrollado una cuerda de escalada alrededor de mi cuerpo como si fuese una mochila, por lo que ahora me sentía atrapada bajo demasiadas capas de abrigo, jadeando para respirar con cada laborioso paso. Tras unas cuantas zancadas más, Rhiannon Williams y yo nos sentamos sobre una roca plana a recuperar el aliento.

“No había estado tan agotada en toda mi vida”, dije con lamento.

Luego pensé que no era así; eso no podía ser cierto. Sin embargo, parecía que aquel cansancio extremo que había experimentado en el pasado producto de arduos días de escalada, noches de vivacs temblando de frío y ascensiones en paredes que tomaban varios días no se comparaba con mi estado actual en las glaciares montañas de la Cordillera Blanca, en Perú. Me reí un poco, contemplando cómo el sufrimiento que había soportado en mis excursiones anteriores se había desvanecido de mi mente como si se tratase de un sueño.

Buscábamos la cueva en donde habíamos escondido nuestra comida, agua y equipo para dormir. A más de 4.500 metros de altura la noche era demasiado fría como para esperar hasta el amanecer, necesitábamos encontrarla.

Nos deslizamos por un campo de bloques de roca sueltos para luego trepar nuevamente de vuelta. Habíamos cargado nuestras linternas frontales antes del amanecer, así que ahora apenas iluminaban el suelo bajo nuestros pies.

“Creo que la cueva está más abajo”, dijo Rhiannon.

“¿Tal vez esté más arriba?”, respondí.

Observamos cada bloque que nos rodeaba en medio de la oscuridad, todos parecían ser el sitio en el que estaba nuestra cueva, pero en realidad ninguno lo era.

“Volvamos a la base y encontremos el inicio de la ruta, sigamos luego el sendero desde ahí”, dije, sintiéndome mareada tras escucharme a mí misma pensar en voz alta. Quería llorar, pero nuestra conversación me mantuvo a flote. Bromeamos acerca del hecho de que habíamos estado despiertas por mucho tiempo, nos reímos al pensar en cuán cerca podría estar la cueva, pero apenas lográbamos ver lo que había a un metro de nosotras. Si existe una compañera de escalada con la que elegiría perderme en las montañas, esa es Rhiannon.

Rhiannon toma el sol y disfruta del viento mientras desayunamos en nuestro campamento base, en La Esfinge. Cordillera Blanca, Perú.

Tras pasar años escalando grandes paredes en Yosemite, abracé esa suerte de filosofía es ir rápido y esforzarse al máximo. Se sintió muy motivador ascender Zodiac en tan solo un día siendo parte de la primera cordada femenina y escalar otras líneas que antes consideraba imposibles para mí. No obstante, también descubrí que mi autoestima dependía de mi desempeño al escalar. Comencé a sentirme abrumada por la presión de ascender grandes rutas, en conjunto con la intensidad que conllevaba mi labor con el Yosemite Search and Rescue, que a veces significaba ayudar a visitantes durante lo que era el peor día de sus vidas. Quería salir de mi zona de confort, pero deseaba aún con más ganas ser capaz de escucharme a mí misma cuando la decisión correcta fuese retroceder y abandonar el deseo por llegar a la cumbre.

El empinado camino hacia la Quebrada Parón (Valle de Parón), que se allana y nos permite echar el primer vistazo a La Esfinge.

También fue en Yosemite en donde conocí a Rhiannon. Nuestra amistad se profundizó durante esos días de descanso tumbadas en El Cap Meadow y compartiendo historias en las cenas comunitarias. Como pintora de acuarela, Rhiannon ha aprendido a apreciar el proceso en vez del resultado.

“Puedes disfrutar de la experiencia en su totalidad”, me dijo. “Cada cuadro forma parte de algo más grande. Incluso si solo pintas una versión de algo ya creado, esta forma parte de adonde llegarás al final”.

Hablábamos de cómo escalar puede resultar similar a eso; nos entusiasmaba la idea de dar nuestro mejor esfuerzo, pero valorar la escalada en sí misma por sobre la cumbre, lo que significaba apreciar la experiencia completa. En vez de esforzarte por tener éxito, se trata de hacerlo para crecer.

Cuando Rhiannon mencionó que estaba en busca de una cordada que la acompañara en su viaje a Perú, cambié mis planes de verano y compré mi pasaje unas semanas después.

Rhiannon tenía puesto el ojo en la ruta original de La Esfinge (5.10d R): un ascenso de 22 largos que serpentea por el lado izquierdo de un imponente contrafuerte de más de 600 metros. Ambas teníamos experiencia escalando grandes paredes, pero nuestra alianza en la roca se limitaba solo a algo de boulder y a rutas cortas en sitios cercanos. Nuestro único intento por completar un multilargo en El Capitán juntas se había visto frustrado por una tormenta de nieve. Este fue también nuestro primer viaje a la Cordillera Blanca y estábamos frente a un ascenso de más de 4.000 metros. Abrazamos la mentalidad de: “Sin presión por llegar a la cumbre”, para así dejar que las cosas fluyeran de manera natural.

Rhiannon avanza por los largos superiores de La Esfinge.

Planeábamos fijar uno o dos largos el primer día, luego descender hacia el suelo y pasar la noche en una cueva antes de intentar llegar a la cumbre al día siguiente. Los primeros 10 largos eran difíciles de escalar, pero sería sencillo navegarlos gracias a las fisuras, chimeneas y chapas que encontrábamos ocasionalmente. La segunda mitad de la ruta seguía fisuras delgadas y poco profundas que era difícil proteger, con zonas de adherencia desprotegidas.

Como pintora de acuarelas, Rhiannon encuentra inspiración en los paisajes que escala. “Pinté esto el día antes de escalar La Esfinge”, dice. “Hay algo en el acto de dibujar un topo que me ayuda a calmar los nervios y familiarizarme con las características de la ruta”. Foto tomada por Rhiannon Williams.

“El crux está en seguir la ruta sin equivocarse”, nos advirtieron amigos en la ciudad. “Sigan su instinto y encuentren el terreno más accesible”.

En nuestro camino al campamento base nos encontramos con distintos grupos que nos advirtieron con respecto a la ascensión. Nos preguntaban si nos tomábamos la ruta en serio y luego nos ofrecían preocupantes detalles sobre cómo escalarla. Pronto comencé a evadir a cualquiera que nos topásemos en el sendero; seguramente se detendrían, mirarían con seriedad hacia la cuenca que brillaba bajo el sol y nos darían más advertencias relacionadas con La Esfinge.

Necesitábamos aclimatarnos antes de intentar ascender La Esfinge, así que el Yanapaccha (5.460 metros) parecía una buena oportunidad de practicar un poco de escalada sobre nieve. Rhiannon y nuestra amiga Jane Horth se preparan para el primero de dos intentos en el Yanapaccha.

Esa noche nos refugiamos en nuestro vivac dentro de la cueva y me comí mi risotto al pesto rehidratado mientras el viento aullaba afuera. Echamos un vistazo al exterior y vi linternas frontales muy arriba en la pared cuando ya había oscurecido. Me estremecí; por una parte, a causa del frío y, por la otra, por la aprensión. Volví a acurrucarme en mi saco de dormir. Las conversaciones que tuvimos antes con otros escaladores volvieron a mi mente. ¿Sus advertencias se debían a que éramos solo mujeres en el grupo o en realidad la ruta era tan arriesgada? Antes de acostarnos diseñamos un plan de retirada en caso de que las cosas se pusieran demasiado peligrosas y dejé que parte de la presión que sentía se fuese con el viento.

Al amanecer, ascendimos por la cuerda que habíamos fijado el día anterior. Rhiannon me aseguró y yo comencé a escalar. La roca se sentía sólida, con pequeños agarres texturizados intercalados entre fisuras largas y anchas. Por momentos la ruta discurría entre tierra escarpada y vegetación aferrada al granito. Avancé insegura por los “escalones” de tierra, preguntándome si todo se desplomaría pared abajo por mi peso. Una altitud tan elevada requería movimientos pequeños y calculados; si me movía muy rápido por la chimenea, terminaría viendo estrellas. A mediodía vivaqueamos en una repisa plana del largo 11, la que estaba repleta de pequeños arbustos con flores diminutas; aquel sitio se llamaba, con justa razón, la Repisa de las Flores. Esta era nuestra última oportunidad de retirarnos con facilidad.

Sopesamos nuestras alternativas mientras contemplábamos el siguiente largo: un diedro limpio y continuo que conducía a una amplia zona de adherencia desprotegida, era el turno de Rhiannon para puntear. Me relajé en ese momento, lejos de todo el ruido que generaba la opinión de los demás. No nos sentíamos obligadas a llegar a la cumbre, pero nos entusiasmaba esforzarnos y teníamos curiosidad por saber lo que nos deparaba el resto del trayecto.

Rhiannon se ancló al único pitón que protegía el traverse aéreo y se reptó hacia arriba.

Como era de esperar, bajamos el ritmo al llegar a la cara vacía y casi desprotegida mientras buscábamos signos de que aún seguíamos la ruta establecida. A mediados de la tarde el sol comenzó a ocultarse tras una arista y las temperaturas descendieron bruscamente. Aceleramos la marcha ante la creciente oscuridad y logramos llegar hasta el largo final al anochecer. El frío traspasaba nuestras capas de ropa mientras bailábamos para celebrar y mantener el calor corporal. Los picos nevados cobraron vida alrededor de nosotras, bajo la luz de la luna. Nos abrazamos y sonreímos con entusiasmo y alivio antes de bajar a toda prisa hacia las estaciones de rappel.

Comenzamos el descenso con la luz tenue de nuestras linternas frontales.

Un empinado laberinto glaciar se suaviza dando paso a una prístina pared principal en el Yanapaccha. Rhiannon y Jane en su camino de subida.

Aunque la idea de regresar al comienzo de la ruta casi me hizo llorar, la decisión terminó siendo acertada: el bloque en el que estaba nuestra cueva por fin apareció después de encontrar el difuso sendero para escaladores que nos había eludido antes. Suspiré mientras me metía en mi saco de dormir, abatida por la pesadez acumulada durante todo el día. Escuché un silbido y un leve “whoomph” mientras Rhiannon encendía el Jetboil para preparar té. Enseguida me desvanecí ante la carga del agotamiento, demasiado fatigada y adolorida para cenar.

A la mañana siguiente, temprano, comimos avena y empacamos lentamente nuestras cosas. Hablamos sobre la escalada en nuestro recorrido. Era irónico, pero la falta de presión por llegar a la cumbre fue lo que nos ayudó a alcanzarla. Avanzamos con facilidad porque confiábamos en el proceso y en la otra, además contábamos con una comunicación abierta y no teníamos expectativas. En vista de que abandonar era una opción aceptable, me resultó sencillo escucharme a mí misma y renunciar a mi perfeccionismo. Fue como dar un paso más en el camino hacia cómo me gustaría interactuar con las montañas y hacia el tipo de compañera de escalada que aspiro ser.

Nuestra ascensión no cayó en esa familiar y agresiva necesidad por llegar a la cumbre, sino que dejamos que todo fluyera durante el día sin la presión de que fuese “como debía que ser”. Al tener nuestras motivaciones en el sitio correcto, pudimos disfrutar de una escalada más divertida y honesta. Si Rhiannon o yo hubiésemos querido retroceder, lo habríamos hecho con una sonrisa en el rostro.

A nuestras espaldas, La Esfinge brillaba con la luz de la mañana. Nosotras seguimos nuestro camino.

En nuestro primer intento al Yanapaccha, mientras nos aclimatábamos para La Esfinge, Rhiannon, Jane y yo decidimos devolvernos a unos 150 metros de la cumbre porque nuestro ritmo era muy lento y la nieve se estaba ablandando demasiado para continuar de forma segura. Aun así, estábamos felices por lo que habíamos aprendido en ese intento. Una semana después, con Rhiannon intentamos de nuevo, poniendo en práctica nuestras nuevas habilidades y a un ritmo más rápido. Alcanzamos la cumbre en una mañana fresca y tranquila.

Perfil de autor

Alexa Flower

Alexa divide su tiempo entre los lados este y oeste de la Sierra Nevada, evitando así preguntas triviales como: Si tu apellido significa “flor” ¿cuál es tu flor favorita?