Manteniendo el ritmo

Lisa Jhung / / 8 min de lectura / Trail Running, Culture, Hiking, Planet, Sports

Una corredora encuentra su propósito ayudando a otros a alcanzar sus sueños, una y otra vez.

Todas las fotos por Brendan Davis.

Tom había estado agarrotado durante horas antes de caer por primera vez. Había recorrido casi 137 de los 160 kilómetros que componen la carrera de resistencia Western States 2001; yo había estado junto a él durante los últimos 32. Tras más de veinticuatro horas en el sendero, sus músculos se habían tensado tanto que su cuerpo se inclinaba hacia la izquierda. Se tambaleaba al tropezar con cada roca, raíz o bache que desafiara su equilibrio. Luego terminaba por caer. Yo lo ayudaba a levantarse y luego tiraba de su brazo derecho, hacia abajo, para tratar de enderezarlo. La carrera continuaba.

Nos habíamos conocido a través de un amigo en común. Tom necesitaba un pacer: alguien que estuviese allí, corriendo junto a él durante un tramo de la carrera; que lo mantuviese comiendo, hidratándose y moviéndose de forma eficiente, y que lo distrajese con buena compañía y chistes malos. Por otro lado, yo necesitaba jornadas de gran kilometraje como entrenamiento para una carrera de aventura de varios días que tendría lugar ese mismo verano. Que nos separaran treinta y cinco años de edad era completamente irrelevante (yo tenía veintinueve, él sesenta y cuatro), como también lo era el hecho de que apenas nos conociéramos.

“Lo que obtenía a cambio era mucho más importante: amistad, comunidad, un propósito y una oportunidad de ver más allá de mí misma y ser parte de algo más grande. Era imposible no sentirme conmovida, como también lo era el no querer repetir esa experiencia.”.

Esperé a Tom en el puesto de socorro de Foresthill del kilómetro 100, preocupada de que mi persistente tendinitis rotuliana se interpusiera en su objetivo, de que nos ralentizara o me obligara a abandonar antes de que pudiera dejarlo con el siguiente pacer. Pero a medida que levantábamos polvo durante la noche, tanto mi dolor como la incomodidad de recién haber comenzado a ser compañeros de carrera se fueron disipando.

Mientras más avanzábamos, menos sentía mi propio cuerpo. El dolor en la rodilla desapareció. Estaba completamente enfocada en mi misión, haciendo que Tom corriera a través de los puestos de socorro mientras yo llenaba sus botellas de agua, tomaba algunos bocadillos y continuaba para alcanzarlo. No podía permitirse quedar atrás al estar tan peligrosamente cerca de los tiempos límite. Yo, por mi parte, hacía cálculos matemáticos en mi cabeza mientras corríamos y lo animaba a acelerar un poco el ritmo para alcanzar el siguiente puesto de socorro sin que lo eliminaran de la carrera. Esta era su tercera vez intentando la Western States; podía sentir las ganas tan grandes que tenía de completarla. Si pudiese haberle dado la parte izquierda de mi cuerpo, sin duda lo hubiese hecho.

Lloramos juntos cuando no logró alcanzar el tiempo límite en el kilómetro 151. Sin embargo, durante el vuelo de regreso a casa sonreí con la cabeza apoyada sobre la ventanilla del avión. Sabía que había encontrado una nueva forma de experimentar el deporte que amaba. Y prometí hacerlo otra vez.

Los corredores comienzan la carrera de forma individual, pero la terminan como un equipo. Mientras Markovich (a la derecha) cambiaba botellas vacías por otras llenas, Jhung (a la izquierda) le cambiaba las zaptillas y su mamá (detrás de ella) tomaba órdenes de bocadillos.

Mi siguiente oportunidad llegó tres veranos después. Correría como pacer de mi nueva amiga Darcy, quien me intimidaba un poco, aunque no a propósito. Nos conocimos cuando me dio una paliza en una carrera de aventura invernal. Luego de eso me mudé a Boulder (Colorado), su ciudad natal. Llegamos a correr juntas en algunas ocasiones, pero yo estaba segura de que esas excursiones vespertinas eran la segunda del día para ella.

Me encontró en el kilómetro 122 de la Leadville 100, ya caída la noche. Iba en tercer lugar. La acompañaría como pacer hasta el final, así que esperaba con cierto nerviosismo poder seguirle el ritmo. Cada vez que abandonábamos un puesto de socorro me sentía estresada. ¿Le llevaba suficiente hidratación? ¿Tenía bastante comida? ¿Había calculado bien el número de kilómetros antes del próximo puesto?

“¿Me pasas los guantes?”, me preguntó durante la noche, cuando el aire de montaña se volvió gélido. Yo llevaba su mochila, así que, sin detenerme, me la colgué por delante y comencé a buscar entre todo el equipo almacenado en su interior. Encontré uno de los guantes. ¡Qué suerte! Se lo pasé. Tras revolver todo el contenido durante un rato que pareció eterno (como una nueva empleada aún algo torpe), encontré el otro y la ayudé a ponérselo.

Corrimos a través del perímetro del lago Turquoise, vislumbrando la luz de la luna brillar en el agua a través de los altos pinos. Yo iba adelante, liderando el camino en medio de la noche. Al comenzar la subida de casi 6 kilómetros que nos conducía a la ciudad, escuché el sonido de un generador a lo lejos; era la línea de meta. Volteé para ver cómo estaba Darcy y noté dos linternas frontales detrás de nosotras. Estaba segura de haber escuchado voces femeninas.

“Me di cuenta de que ser pacer me hacía sentir bien... El tipo de comunidad que encontré al ser parte del equipo de Brad era exactamente lo que necesitaba. Me sentí completa, equilibrada y útil”.

“Creo que nos siguen”, le dije. No respondió.

Miré hacia atrás de nuevo. Una vez más.

“Deja de hacer eso”, me dijo. La estaba haciendo enojar. Pero luego pensé que, si yo fuese ella, hubiese querido que me molestaran. Lidiaría con las consecuencias después.

Seguí mirando hacia atrás, acelerando el ritmo. Es posible que no lo necesitara. Pero igual lo hice, y ella tuvo que tolerarlo.

Tras la carrera pasé un montón de tiempo sin saber si me invitaría nuevamente a correr durante las tardes. Me preguntaba si sería necesario contactar a otras personas en la ciudad. Si tal vez había arruinado todo como amiga, aunque estaba segura de que lo había hecho fenomenal como pacer. Resultó que el tiempo y los kilómetros eran todo lo que necesitábamos para solidificar eso que se convertiría en un vínculo profundo.

No creo en el karma. No fui pacer de Tom y Darcy para que me compensaran el favor después. Tal vez les estaba brindando energía, apoyo emocional, alguien a quien seguir y también un camino iluminado por mi linterna frontal a sus espaldas, pero lo que obtenía a cambio era mucho más importante: amistad, comunidad, un propósito y una oportunidad de ver más allá de mí misma y ser parte de algo más grande. Era imposible no sentirme conmovida, como también lo era el no querer repetir esa experiencia.

Cuando un buen pacer va contigo, los kilómetros a menudo pasan volando. Jhung y Markovich mantienen el ritmo en la Never Summer 100K.

Hace un par de años volví a Leadville para ser pacer a lo largo de 22 kilómetros en una carrera, esta vez el corredor era mi amigo y vecino Brad. Su familia y yo nos preocupamos mientras caía la noche en el valle de Twin Lakes, en el kilómetro 100 de los 160 totales. Eran las 9:00 p. m. y Brad no había parado durante diecinueve horas. Sabíamos que se encontraba en algún punto entre la cumbre de Hope Pass, de casi 3.900 metros de altura alzándose imponente sobre nosotros, y el parqueadero del campamento, donde lo esperábamos nerviosos.

Habían pasado muchas cosas durante los años transcurridos desde la última vez que estuve en Leadville. Para comenzar, el inicio de una pandemia. Justo antes de eso mis padres habían fallecido, con tan solo tres meses de distancia entre una muerte y la otra. Luchaba contra el dolor y la sobrecogedora tarea de lidiar con mis propios asuntos cuando un sabio amigo me dijo que hiciera algo bueno por alguien más. “A veces eso puede hacerte sentir mejor sobre tu propia situación”, decían. Seguí el consejo, y funcionó.

Me di cuenta de que ser pacer me hacía sentir bien. Para ese momento criaba a dos niños, pero aun así sentía ansias de aventura, además mis padres habían muerto, dejando un vacío difícil de llenar; fue un punto de mi vida en el que el tipo de comunidad que encontré siendo parte del equipo de Brad era exactamente lo que necesitaba. Me sentí completa, equilibrada y útil. Veinte años después de haber sido pacer para Darcy en esa misma carrera, me había dado cuenta de que ayudar a los demás a cumplir sus logros podía ser más satisfactorio que alcanzar los míos.

A veces el trabajo de un pacer consiste en ir por detrás o por delante del corredor participante. En otras ocasiones, se trata de avanzar a su lado, potenciando su energía y haciendo que la conversación fluya.

Una linterna frontal tambaleante iluminó el rostro sudado de Brad a las 9:30 p. m., a su llegada. Lo guiamos hacia el puesto que habíamos armado para él, equipado con una silla de camping, un cooler, un anafre y cajas de plástico repletas de equipo y suministros meticulosamente organizados. Lo sentamos. Cambiamos sus calcetines. Lo alimentamos con ramen. Unos minutos antes de las 10:00 p. m., la hora límite para abandonar Twin Lakes, se levantó y comenzó a correr entre los vítores y campanillas de la multitud que se había congregado.

Brad había corrido los primeros 100 kilómetros solo. Pero ahora contaba con mi compañía. Tomé su mochila y la cargué sobre la mía. Ya de vuelta en una labor que me resultaba familiar, evalué sus movimientos mientras nos esforzábamos por completar una subida corta y empinada y mientras nos adentrábamos en el sendero del Colorado Trail. La luna llena bailaba sobre los álamos temblones, iluminando un cielo intensamente oscuro, cercano a la media noche. Avanzamos con pasos cortos en la oscuridad, nuestra marcha era la rítmica banda sonora que servía de fondo para las historias que Brad me contaba sobre su trayecto hasta ese momento. Nos adaptamos el uno al otro como compañeros de carrera.

Yo me tomaba mi labor muy en serio. Cada cuarenta y cinco minutos le pasaba una bolsita de suplemento en gel que había abierto con los dientes. Con firmeza y amabilidad me aseguraba de que la hubiese terminado y luego guardaba la basura. Cada treinta minutos le daba una cápsula de sal y le hacía tomar agua de mi manguera de hidratación o de su botella. Siempre que bebía de mi suministro, me aseguraba de que él también bebiera un poco del suyo. Supervisaba que diera pasos cortos en las pendientes y los terrenos planos, y que aumentara el ritmo en las subidas. Lo animaba a continuar. A que se mantuviese optimista. Me enfocaba en ser buena compañía. Casi 23 kilómetros después, a eso de las 3:00 a. m., le cedí el turno al próximo pacer. Habíamos logrado recuperar cuarenta y cinco minutos. Me fui a dormir contenta.

Ese año Brad abandonó la carrera a unos pocos kilómetros de la línea de meta; los ultramaratones suelen ser extremadamente difíciles. El siguiente agosto volvió, lo intentaría de nuevo. Así que yo también.

Otra vez esperamos en Twin Lakes. Pasé el día entero dentro de mi pequeña carpa: leí, comí, tomé una siesta, escribí y volví a dormir, a pesar de que estuviese claro y muy ruidoso afuera. Me acurruqué en medio de todo el alboroto; estaban los equipos y pacers de cada corredor, había perros, generadores y comentaristas.

Me había vuelto bastante buena en separar las cosas. Mis padres habían pasado sus últimos años de vida en un centro especializado en trastornos de la memoria, en San Diego. Recuerdo que cuando los visitaba, ponía toda mi energía en atenderlos y estar con ellos, luego saltaba al mar, comía un burrito y tomaba una cerveza para recuperarme del desastre emocional en mi cabeza. Al volver a casa, en Boulder, trataba de olvidarme de todo.

Ese día, en el que tuve que esperar a Brad por horas, me centré en conservar mi energía y descansar, enfocándome en mí misma. Cuando llegó el momento de partir, me puse mi linterna frontal, tomé algunos bocadillos del puesto de socorro para ambos y me encontré con él en la misma colina empinada desde donde habíamos comenzado nuestro trayecto juntos el año anterior.

Casi 23 kilómetros después, a las 2:00 a. m., lo entregué a quien sería su próxima pacer, Darcy. Seis horas más tarde gritamos todos con alegría al verlo llegar a la línea de meta.

¿Ya se fue el sol? No hay problema, sobre todo cuando cuentas con un pacer que te mantiene energizado durante las horas más oscuras de la carrera. Jhung y Markovich se adentran en la noche.

Perfil del Autor

Lisa Jhung

Lisa vive en Boulder, Colorado. Escribe acerca de los deportes que ama, incluyendo el trail running; aunque está muy lejos de ser el único. Es la autora de los libros: Trailhead: The Dirt on All Things Trail Running y Running That Doesn’t Suck: How to Love Running (Even if You Think You Hate It).