La tierra del surf de medianoche
Morgan Williamson / / 14 min de lectura
Una mirada al interior de la pasión por el surf que se comparte en el Yakutat Surf Club, en el sureste de Alaska.
“Tienes que saludar con la mano”, me dice amablemente Chelsea Jolly, quien ayudó a iniciar el Yakutat Surf Club, mientras vamos en el auto y pasamos por el lado de un sedán rojo.
“¿Qué?”
“Todo el mundo saluda,” me dice la fotógrafa, documentalista y ambientalista oriunda de Oregón.
Me cuenta que el “saludo de Yakutat” es obligatorio mientras estés en el pueblo si no quieres ser grosero. Todo el mundo lo hace. El conductor de un tractor en un camino de tierra, los niños en bicicleta, padres y madres empujando carriolas, el tipo fuera de un bar, el tipo fuera de la tienda, la chica con el pelo teñido de negro y rojo recolectando bayas al lado del camino, todo el mundo. Aunque este saludo amistoso no es exclusivo de Yaakwdáat (Yakutat), Alaska, es de todos modos un buen recordatorio de que si eres afuerino y planeas disfrutar de los recursos naturales de una zona, saludar a las personas no es una mala forma de comenzar tu estadía.
Aunque hay algunos programas de surf en el gran estado de Alaska, donde puedes contratar un bote para que te lleve a la costa o a alguna isla para surfear, un campamento de surf en Alaska es una novedad para la mayoría. Además, solo existe un campamento de surf juvenil, el Yakutat Surf Club, y está en este alejado pueblo al sureste de Alaska, un lugar al que solo se puede llegar en bote o avión.
Yaakwdáat en Tlingit significa “el lugar donde descansan las canoas”. En este pueblo viven menos de 700 personas y la mitad pertenece a la comunidad indígena Tlingit. Tres cuartos de la población joven es nativa y, dependiendo del campamento, entre el 90 y 100 por ciento de los participantes del Yakutat Surf Club son jóvenes Tlingit. Para estos niños, surfear es algo diferente. “Jugar durante el verano es una novedad, porque la temporada estival está siempre tan enfocada en las cosechas”, me cuenta Gloria Wolfe, la líder Tlingit del Yakutat Surf Club. “Esto es nuevo para los más viejos en nuestra comunidad, ellos dirían que [en su infancia] no tuvieron tiempo para jugar, pues había mucho trabajo que hacer”.
En 2018, Ryan Cortés dirigió el primer Yakutat Surf Club no oficial. Oriundo de Puerto Rico, Ryan llegó a Juneau, Alaska, para cursar la universidad y nunca se fue. Es fotógrafo, documentalista, surfista y snowboarder. Es el fuego que ilumina el campamento.
Según los instructores veteranos, la historia sobre los orígenes del Yakutat Surf Club es un poco diferente. Ryan y yo hablamos por teléfono después del campamento y la forma en que empezó no fue exactamente con Ryan manejando por el pueblo, gritando por la ventana y subiendo a su van a quien quisiera surfear; pero tampoco se aleja tanto de eso.
Ryan me contó que, “con Dylan Quigley, uno de mis mejores amigos en Alaska, llevábamos dos años yendo al pueblo y me di cuenta de que no había niños surfeando mientras estábamos allí. Entonces se me ocurrió la idea del campamento de surf. Así que con mi novia Kaila fuimos de viaje, simplemente llegamos y arrendamos una van y fuimos a la tienda de surf, Icy Waves. Le preguntamos al dueño de ese entonces, Jack [Endicott], ¿conoces algún niño que quiera surfear? y Jack llamó a su hijo Nate, que es profesor, y al día siguiente había ocho niños en la tienda. Les pregunté por qué no surfeaban y me dijeron que no tenían acceso a las tablas y los trajes o que tenían un primo que tuvo un accidente feo mientras pescaba, así que le tenían miedo al mar”.
Jack les prestó a Ryan y Kaila algunos implementos, subieron a todos los niños a la van y se fueron. “No teníamos documentos ni permisos, ¡no teníamos nada!” dice Ryan. “Todo eso escapaba de mis conocimientos. Simplemente plantamos la semilla”. Los niños que fueron al primer campamento corrieron la voz en sus vecindarios. De repente, estos niños que habían crecido en el agua, pescando y cazando toda su vida, empezaron a entusiasmarse con el surf.
Antes de formalizarlo todo, Ryan conoció a otro cineasta, su nombre era Colin Arisman. “Él fue un gran catalizador para el proyecto en sus primeros días. Colin tiene una empresa y ayudó a traer a [los cineastas y fotógrafos] Chelsea [Jolly] y Sashwa [Burrous], quienes fueron muy importantes para el primer año de campamento, porque tienen contactos y nos ayudaron a que nos donaran trajes de surf. Así que, para el próximo campamento, el equipo audiovisual llegó y Chelsea se ocupó de parte del papeleo y los permisos, convirtiéndose en nuestra maga de la logística y ayudó a organizarlo todo”, cuenta Ryan.
Ryan no está este fin de semana, pero el equipo del Club de Surf habla de él casi de manera mística. Me mostraron un video grabado con un iPhone donde Ryan aparece en la playa, cerca de la fogata, con la parte superior de su traje abajo hasta la cintura, con su puño golpeando su pecho como lo haría Tarzán y bramando, “¡NO PUEDO PARAR DE SURFEAR!” para el deleite de niños e instructores.
Ryan tenía una visión para el futuro del Yakutat Surf Club que no era solo llevar a algunos niños a surfear por un par de días cada verano. Quería entregarles a estos niños las herramientas, habilidades y conocimiento para surfear sus olas locales. Cuando el campamento empezó a ganar adherentes, Ryan buscó una persona local que se pudiera hacer cargo.
“Supe de una persona que trabajaba en prevención del suicidio en la zona, así es cómo encontré a Gloria”, me cuenta.
Cuando me puse en contacto con Ryan por primera vez para venir aquí, ayudar con el campamento y escribir esta historia, me dijo que primero tenía que hablar con Gloria, o “Mamá Osa”, como la nombró primero. Gloria es la directora del Indigenous Leadership Continuum (Continuidad del Liderazgo Indígena) del instituto sin fines de lucro First Alaskans Institute. Nos cuenta que su trabajo diario se trata de “ayudar a que los jóvenes líderes indígenas estén capacitados y conozcan los derechos soberanos de las tribus, La Ley de Resolución de Reclamaciones Territoriales de las Personas Originarias de Alaska (Alaska Native Claims Settlement Act) y los ayudamos a entender toda la fortaleza de su identidad indígena, así como la historia no contada de la experiencia indígena durante los últimos 150 años, de lo que principalmente fue un intento de genocidio”.
Gloria y su marido Ralph Wolfe, quien fue alcalde de Yakutat, dirigen el campamento hoy en día. Tienes dos hijos, Jackson, de 11 años, y Jace, de 9. Los cuatro comenzaron a surfear en el campamento con Ryan hace unos años y ahora surfean cada vez que pueden.
Gloria trajo el componente cultural al campamento y se convirtió en el catalizador para que el sueño de Ryan sobre enseñarles a los niños de Yakutat cómo surfear las olas de su tierra se hiciera realidad. Si esto iba a funcionar y beneficiar a la comunidad local, la cultura Tlingit debía ser protagonista. Gloria comenta, “somos gente del agua. Somos gente del mar, de las mareas. Somos canoeros. Este es el lugar donde descansan las canoas”.
Gloria es acogedora, perceptiva y ama su comunidad profundamente. Tiene una risa fuerte y contagiosa, de esas que se escuchan por toda la playa aún con vientos de 12 nudos y un gorro de 4 mm. Una risa que reconocerías en cualquier lugar.
“Todos los niños acá son familia”, me dice Gloria de pie sobre la arena y bajo la lluvia, mientras vemos a cerca de 50 groms, con edades entre 7 y 16 años, surfeando, corriendo boogie boards y jugando en el agua. “Quiero decir, todos se relacionan de alguna manera. Si no es de manera consanguínea, es por pertenecer al mismo clan”.
Sin embargo, Gloria es también un poco escéptica respecto de los intereses de la gente de afuera por el campamento y su cultura. “Cada vez recibimos más visitantes y gente que no es Yakutat en nuestros campamentos”, me cuenta. “Esa es una de las razones por las que pienso que es tan importante reivindicar la cultura e identidad. Porque si estos niños saben quiénes son y saben que esta es tierra Tlingit, tendrán una base sólida en futuras discusiones y disputas sobre a quiénes les pertenece esta tierra y cómo mantener su sacralidad”.
El escepticismo de Gloria es justificado. La colonización en gran parte de América del Norte comenzó entre los siglos XVI y XVII, pero la historia y memoria de ese periodo en esta zona es más reciente. En el siglo XIX, cuando Rusia lideró la colonización en Alaska, Yaakwdáat nunca fue reclamada. “Los echamos de aquí. Los únicos que sobrevivieron para contar su versión de la historia estaban en el barco que regresó a Rusia. Eso se cuenta en nuestra historia. Pero, después, Alaska fue transferida a Estados Unidos y cuando los estadounidenses llegaron [durante la segunda guerra mundial], ya habían hecho todo tipo de pruebas y cometido todos los errores posibles de la colonización a lo largo de Norteamérica. Ya tenían una maquinaria de procedimientos bien ajustada. Todo sucedió en una generación”, me cuenta Gloria.
El pueblo Tlingit no fue trasladado a una reserva como la mayoría de las tribus indígenas. En cambio, la generación que creció durante la segunda guerra mundial se sentía víctima de un celo religioso. “Yakutat se convirtió en una escala donde los aviones cargaban combustible para poder llegar a las Islas Aleutianas”. Es por eso que tenemos una enorme pista solo para 600 personas. Luego vino el abordaje religioso de los internados. Fue una época realmente complicada para las personas indígenas, porque todos los niños fueron arrebatados de sus hogares [y llevados a internados religiosos]”, explica Gloria.
“A mi abuela la mandaron al Instituto Wrangell cuando tenía 8 años. Es tan raro pensar en comunidades enteras sin infancias, absolutamente desaparecidas. Eso hizo muy difícil traspasar conocimientos. De todas formas, de alguna manera entre todo ese caos, muchas cosas sí se transfirieron. Mi abuela le enseñó a mi mamá las tradiciones Tlingit y ella me las enseñó a mí. Muchos de nosotros fuimos criados sin tanta vergüenza y culpa como las generaciones anteriores. Por su puesto que cargamos con un trauma intergeneracional, con la ira contra los internados, que debemos sanar”.
Gloria también me cuenta que los veranos en Yakutat son tradicionalmente periodos de cosecha de bayas y de pesca. Sin embargo, este verano, entre el trabajo de jornada completa, coordinar seis campamentos de surf, certificarse como en salvavidas y surfear cada vez que puede, no han logrado cosechar muchas bayas y han ahumado solo dos tandas de pescado. De todas formas, un día antes de que comience el campamento, Ralph se fue a pescar al río Situk y regresó con un cooler de un metro veinte de largo repleto de salmones, de los cuales fileteó cinco en el pick-up de su camioneta y los cocinó para alimentar al personal del Club de Surf en el sempiterno atardecer grisáceo de Alaska.
Durante los días que pasé explorando antes del campamento, pude ver que aprender a surfear aquí no es una tarea fácil. Incluso hacerlo en la costa, sin el conocimiento local, es difícil. Para llegar a la mayoría de las olas, hay que pasar por caminos de tierra laberínticos escondidos en el Parque Nacional Tongass. Para el ojo no entrenado, todo se ve igual y equivocarse en una vuelta podría significar horas buscando el camino de regreso. Una vez que encuentras las rompientes, generalmente te encuentras con aguas a menos de 10° Celsius, fuertes lluvias, ráfagas de vientos, direcciones inciertas y corrientes poderosas que, si te atrapan, te pueden sacar del agua o sumergirte más de un kilómetro y medio en cosa de minutos. Además, este es territorio de osos grizzly, así que es aconsejable mantenerte atento durante los 15 a 20 minutos que dura la caminata de regreso a la punta entre la costa y la densa línea de vegetación.
Sin embargo, si es que alguien va a construir una comunidad de surf en este lugar, son estos chicos. A la hora de almuerzo durante el primer día de campamento, me sorprende el grupo que llega a pesar de la lluvia y el viento, se ponen sus trajes y ríen durante toda una mañana de surf desordenado. Me doy vuelta hacia Gloria, que está con algunos padres y amigos, incluidas las salvavidas e instructoras Janie Jensen y Violet Sensmeier, y les digo, “ustedes están hechos un poco diferentes acá”.
Todos se ríen volteando los ojos y responden al mismo tiempo, “lo sabemos”.
La juventud Tlingit tiene una tenacidad y un entusiasmo que no se parece a nada que haya visto en ningún otro campamento de surf en los que haya trabajado, y he trabajado en varios. Cada niño que llevé hasta una ola a punto de romper iba decidido. Aún sabiendo que estaban a punto de ser golpeados por la gélida agua de Alaska, salían después riendo y pidiendo ser llevados a otra más, “¡una más GRANDE!”
Estos chicos han crecido al lado del mar, en los ríos y bosques; aprenden a pescar, cazar y buscar comida a temprana edad. Jackson Wolfe, el hijo mayor de Ralph y Gloria, me dice que, “generalmente nuestros padres y tíos nos llevan a cazar alces por primera vez cuando tenemos entre 8 y 9 años. Yo fui a la mía hace un par de años”. Pueden identificar bayas y hongos y sacar las raíces correctas para llevar en cestas tejidas y bolsos de camino a la playa y las olas. Viven de y con la tierra, porque es una tradición y en parte también porque es difícil y caro obtener provisiones en Yakutat. Incluso los perros salen a pasear y vuelven a casa con semillas en su pelaje. Se ríen de cuando sus perros regresaron con excremento de oso y todo lo que costó sacarles el olor.
Nellie Vale, una participante del Club de Surf que ha estado con el campamento desde el principio llegó con un traje de 3/2mm, sin botas ni gorro y con una taza de café, sin inmutarse por el incesante aguacero, el viento o la temperatura del agua, añadiendo que los trajes de 5mm con gorro que entrega el campamento, de hecho, son, “demasiado abrigados”. Estos chicos son producto de la última frontera norteamericana y pasan todo el día en el agua. Nadie hace castillos de arena ni se persiguen en la orilla; en cambio, surfean, hacen boogie, bodysurf o nadan.
El campamento mismo está dirigido por personas que no paran de surfear y que aman el agua, el mar y la belleza incalculable de Yakutat. Siempre vuelven por los niños, enseñan y aprenden al mismo tiempo.
En el verano, pareciera que el sol nunca se pone del todo realmente. Las noches de julio solo tienen tres horas de oscuridad, lo que para algunos es tiempo de dormir para disfrutar todo el resto. Cerca de las once de la noche, luego del primer día de campamento, después de llevar niños a las olas durante ocho horas y habernos repletado de salmón, Gloria vocifera, “muy bien, ¿quién viene a surfear?”
Así que limpiamos, nos subimos a las camionetas y las vans y salimos a la costa. Nos ponemos nuestros trajes y braceamos en un agua con un color que me hace entender la verdadera tonalidad del azul de medianoche. Sentado en mi tabla, sobre el agua, observo las tonalidades del bosque ensombrecer la punta y el valle sobre arenas jamás pisadas y árboles caídos. Toda el área está en silencio, quieta, inconsciente. Fuera del agua, en el camino de regreso a la camioneta, la real amenaza de los osos lleva mis pies hasta la línea del agua y sigo braceando entre rocas semisumergidas y hacia dentro del mar como un posible escape, en caso necesario.
A medida que el campamento avanza, se vuelve fundamental enseñar seguridad en el mar e intervenciones médicas de emergencia como RCP. El equipo del Yakutat Surf Club ha traído un grupo de voluntarios de la guardia costera, formado por Rob Emly, Juan Espinosa Gómez y Tyler Conners, quienes trabajan en Sitka, Alaska. Por la mañana, en la playa, antes de entrar al agua, el equipo de seguridad hace un resumen de las corrientes, la dirección de la marea, alturas y sobre cómo el agua se mueve a lo largo del día. Cómo la marea puede subir más de 3,5 metros, las condiciones pueden cambiar rápidamente. Los chicos escuchan con atención, saben que el mar es poderoso; han escuchado historias o perdido familiares en el agua.
Le pregunto a Gloria de qué manera el surf se conecta con su cultura y su importancia para las nuevas generaciones. “El agua es muy importante para nosotros como pueblo indígena. En el campamento puedo pararme en la orilla de la playa y hablarles sobre el poder y la fuerza del océano. Para nosotros, el agua tiene espíritu; todo tiene un espíritu en términos de energía. El mar es un lugar tan fuerte y sagrado, que no se puede jugar con él. Así que entramos con esa idea de respeto y amor. El agua es una buena forma de comunicarnos con nuestros ancestros y nuestros seres queridos. Está en nuestra sangre, es quien somos. Crecemos dentro del cuerpo de nuestras madres en agua y esa fuente de agua debe romperse para que podamos nacer. Entregar estos ideales a nuestra juventud en el campamento de surf ha sido realmente una buena manera de recordarles a ellos y a mí, que nosotros como pueblo Tlingit ya no tenemos que comprometer nuestro modo de vida en ningún lugar y de ninguna manera”, dice Gloria.
Tal vez más importante que todo, el Club de Surf es una forma de mejorar la salud mental de la juventud de Yakutat.
“La depresión es un problema aquí como en cualquier otra parte, pero cuando llega febrero solo tenemos tres horas de luz solar por día y es muy duro”, me cuenta Gloria.
Gloria, Ralph, Ryan y Chelsea están trabajando para iniciar una organización sin fines de lucro llamada Fundación Heen (heen significa “agua” en Tlingit), cuya meta será facilitar la recreación sana al aire libre para la población local, incluyendo el Yakutat Surf Club. Quieren realizar actividades como andar en canoa y esquí de cross-country en los meses de invierno. “Debido al gran trauma intergeneracional y la falta de escapes para la juventud indígena, mejorar la salud mental es un gran pilar en lo que intentamos hacer. Todo se trata de animarnos unos a otros y mantenernos unidos”, me explica Gloria.
Durante mi última mañana en Yakutat, dejó de llover; no salió el sol, pero hay algunas horas libres antes de que comience el aguacero nuevamente, según el pronóstico del tiempo. Una buena forma de usar este rato es partir por última vez a la costa antes de tener que tomar mi vuelo y agarrar algunas bayas más de camino a surfear. Gloria, Jackson y Jace se unen a Chelsea y a mí. Su perra Rosie pisa fuerte y juguetea entre los arbustos y los charcos, llenando de barro sus rulos blancos de labrador.
Los chicos recogen bayas. Gloria les dice que hagan un “puré de bayas”, ellos no están convencidos, pero finalmente toman un puñado de arándanos y de salmonberries y los muelen dentro de sus bocas. Se ríen y muestran sus dientes teñidos de morado, rojo y negro. “Entregan energía y están llenos de proteínas. Son el mejor snack para surfear”, nos cuenta tranquilamente Jackson con su usual modo considerado y calculado, mientras que Jace se ríe y dice, “¡Son ácidas!”
Le digo a Jackson que este fin de semana todos los chicos han estado excelente. “Todos los chicos en el Surf Camp bailan”, me dice. “Por eso somos buenos surfeando. Tenemos brazos y piernas fuertes”. Me cuenta también que todos son parte del grupo de baile Mount Saint Elias, donde practican danzas tradicionales Tlingit con canciones que fueron creadas hace más de 10.000 años. Le pregunto qué es lo que más le gusta de ser Tlingit. “No tengo necesariamente una cosa favorita. Simplemente, me gusta ser Tlingit. Estoy agradecido”, me responde.
Le pregunto qué opina sobre el éxtasis del surf y si lo siente.
“Bueno, estoy seguro de que todos en este momento sienten el éxtasis del surf. No existe nada en el mundo que se pueda comparar con surfear una ola”, me dice.
“Bueno, estoy seguro de que todos en este momento sienten el éxtasis del surf. No existe nada en el mundo que se pueda comparar con surfear una ola”, me dice.
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Perfil de autor
Morgan Williamson
Morgan es el editor en jefe de surf en Patagonia. Ha trabajado también como editor en jefe en la revista Stab Magazine y disfruta de actividades variadas, pero escuchar música country new-age no es una de ellas.
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