La ronda de Pocatello

Luke Nelson / / 10 min de lectura / Trail Running

El intento de un corredor por correr sobre las cumbres de su ciudad natal se convierte en algo mucho más grande.

Me llevé el gel a la boca, pero, apenas tocó mis labios, vomité. Ese día de finales de junio fue el más caliente hasta ese momento; el calor parecía venir de todos lados: irradiaba del cielo, se reflejaba en la tierra y en las rocas, emanaba de la vegetación. Una ligera brisa sacudió la artemisa mientras me arrodillaba al borde del sendero, convulsionando desde lo más profundo de mi ser. Sudaba y temblaba al mismo tiempo. Steven, mi compañero en esto de correr, me acarició la espalda con gentileza. Cuando las arcadas disminuyeron, lo miré con ojos llorosos y sonreí. “Bueno, eso estuvo bien, ¿no?”. Luego volví al sendero, avanzando con pasos cortos. Había recorrido casi 55 kilómetros de un trayecto que se aproximaba a los 100; la había preparado durante dos décadas.

Pocatello, Idaho, se encuentra en una cuenca rodeada de montañas; no puntiagudas ni rocosas, sino viejas y redondeadas por el tiempo geológico. Durante años había soñado con correr sobre ellas dibujando la silueta que enmarca mi ciudad natal: unos 116 kilómetros de trayecto con otros 5 de desnivel acumulado.

Puedo ver tramos de la ruta desde cualquier parte de la ciudad: cuando voy a trabajar, cuando llevo a los niños al colegio, cuando voy al supermercado y cuando vuelvo a casa. Durante mi época como estudiante en la Universidad Estatal de Idaho, recuerdo observar a través de la ventana del salón aquellas largas crestas verdosas en donde las montañas se encontraban con las nubes. Empecé a trabajar en clínicas y hospitales locales tan pronto como obtuve mi licencia de Asistente Médico. Por aquel entonces mi mente aún volaba a ese espacio liminal donde la tierra se fundía con el cielo.

En 2013 por fin decidí aventurarme a completarla. Fallé. En 2015 traté de nuevo. Fallé otra vez. En total, fueron cuatro los intentos realizados a lo largo de doce años, alcanzando más cumbres en tramos cada vez más largos. En dos ocasiones me quedé sin agua y terminé tambaleándome fuera de la montaña, delirante. Una vez estuve a punto de lograrlo, pero recibí una llamada urgente indicándome que debía participar en una cirugía, lo que fue una bendición, pues ya no me quedaban calorías. En el intento más reciente, la mente me falló y tuve que pedir que me sacaran de allí tras solo un par de horas corriendo.

En algún momento entre tantos intentos descubrí una tradición británica que consistía en correr por “rondas”; se trata de una forma de unir cumbres muy arraigado en la comunidad. A mediados del siglo XIX los pastores del Distrito de los Lagos (Inglaterra) organizaban carreras ida y vuelta por las colinas circundantes. Más tarde, estas pasaron a convertirse en carreras informales de enlace de cumbres. Los corredores comenzaron a competir entre sí, tratando de enlazar tantas cumbres como fuese posible en veinticuatro horas. En 1932 un posadero de Keswick llamado Bob Graham estableció un nuevo récord: cuarenta y dos cumbres a lo largo de 106 kilómetros recorridos, con más de 8 kilómetros de desnivel acumulado, comenzando y terminando en la torre del reloj de la ciudad. Fue el comienzo de una tradición que aún perdura. En la actualidad existen corredores que visitan en masa la localidad para intentar la ronda de Bob Graham, así como también otras rondas similares en Gales, Irlanda y Escocia.

Inmediatamente me sentí fascinado por al especto estético y la dificultad de la Ronda de Bob Graham, pero lo que más me llamó la atención fue la cultura que rodeaba todo esto. Para convertirte en miembro oficial del Bob Graham 24-Hour Club, debes completar la ruta en veinticuatro horas y contar con al menos un acompañante que sea testigo de tu paso por cada cumbre (estos a menudo se alternan entre tramos). Cuando todavía no existía Strava, esta regla tenía como propósito validar la finalización del trayecto. Sin embargo, su impacto ha cambiado con el tiempo: por la naturaleza de la actividad, cada ronda es un esfuerzo grupal. Me encantaba la idea de participar en una prueba comunitaria y celebrar un trabajo tan duro con otras personas. ¿Y si pudiera hacer algo similar con mi ruta en Pocatello?

Digno de admirar: el “grandioso” chorro de agua a mitad de un ultra (sobre todo estando a casi 38 °C). Foto: Anastasia Wilde.

Para la primavera de 2024 por fin encontré un hueco en mi agenda. En relativamente poco tiempo envié algunos mensajes y publiqué algunas solicitudes de ayuda en Instagram. Durante el transcurso de diez días, veinte personas se ofrecieron como voluntarias para correr varias secciones o para acompañarme a lo largo de la ruta que yo había bautizado de manera oficial como “La ronda de Pocatello”. En algún momento de esas frenéticas jornadas se creó una planilla en Excel con asignaciones para cada persona, se discutió la logística y se intercambiaron mensajes y correos.

Así, sin darme cuenta, llegó la mañana del viernes 21 de junio. Pasadas las 7:00 a. m. iba conduciendo hacia la capilla Brady, en el cementerio de la ciudad; se trataba de un lugar emblemático que servía como sustituto para la torre del reloj ubicada en Keswick. Un grupo de diez personas se había congregado en el lugar para despedirme: viejos y nuevos amigos, antiguos profesores universitarios, compañeros de la patrulla de esquí y un exparticipante de la carrera que dirijo, llamada Scout Mountain Ultras. Compartimos abrazos, chocamos las palmas y nos reímos. Eran personas que habían estado en mi vida por años, y también por días.

A las 8:00 a. m. emprendí la marcha con el sonido de los vítores y aplausos. Recorrí la calle South 5th con Ethan, un corredor local de secundaria. Doblamos en la Humbolt, luego corrimos junto a la ciclovía que conducía a las afueras de la ciudad. Una hora después Ethan me dejaba con Taylor, un fisioterapeuta de la localidad. Los kilómetros transcurrían con facilidad mientras transitábamos por bordes de campos recién plantados con papas y cereales. Antes de notarlo, ya había completado casi 26 kilómetros del trayecto; habíamos llegado al Simplot Trailhead, que nos adentraba directo en las montañas. Allí me quedé con Bri, a quien había conocido el verano anterior mientras acompañaba a un amigo en común en una carrera. Ella tendría el honor de presenciar mi primera implosión del día.

El relevo: Taylor Farnsworth acompaña a Luke hacia el Simplot Trailhead, donde Bri Larson tomará su lugar. Fotos: Anastasia Wilde.

A lo largo de los siguientes 18 kilómetros con Bri enlazamos algunos senderos menos conocidos del filo occidental de la ruta, luego transitamos las cumbres de Facer Mountain, Howard Mountain, Trail Creek Peak y Kinport Peak. Eran las 10:30 a. m. y ya estábamos a 32 °C. La carrera se convirtió en una caminata rápida, para terminar siendo un paseo lento. No era común que mis piernas se debilitaran tan rápido, pero así fue. Durante dos horas y media avanzamos despacio y con dificultad por la abrasadora cresta, sin sombra.

Mientras tanto, Scott, Todd, Kevin y Mali viajaban cuarenta y cinco minutos en auto a través de una carretera remota para interceptarnos, justo debajo de la cumbre del Kinport. Traían un surtido bebidas frías, pepinillos, papas fritas, gominolas, geles energéticos y chocolates derretidos. Ese pequeño equipo de cuatro personas (además de otras que se unieron durante el día) provenían de distintos rincones de mi vida. Scott y yo somos amigos desde la infancia. Kevin es una miembro incondicional del club de running local. Mali, compañera de atletismo profesional al aire libre. Todd participó en las Scout Mountain Ultras de 2023 y 2024. Por dos años seguidos compartimos el llanto cuando cruzó la línea de meta después de la hora límite para llegar; también lo hicimos en esta ocasión.

Luke y sus amigos ensayan para la portada de su álbum debut, “Decisiones para arrepentirse”. Foto: Anastasia Wilde.

Luego estaban Will y Greg, con quienes había trabajado en la patrulla de esquí de Pebble Creek. Me acompañaron desde el Kinport, a través del Rock Knoll y hasta la bifurcación West Fork del Mink Creek. No había sombra; ni siquiera un suspiro de brisa. El calor de casi 37 °C se reflejaba en las rocas oscuras. Un parche de nieve, seguramente de meses antes, se mostraba demasiado tentador para dejarlo pasar: nos tumbamos sobre ella, la recogimos, la metimos en nuestras gorras y camisetas. Comí de ella hasta que el frío se me fue directo a la cabeza.

Cuando te atacan calambres en las piernas tan solo cinco horas después de haber comenzado una ruta de más de veinte, sabes que lo estás dando todo. Fotos: Anastasia Wilde.

Will y Greg me dejaron con Steven, fotógrafo y compañero de salidas de running desde hace mucho, en West Fork. Ya habíamos recorrido grandes distancias a pie juntos, lo que era bueno, pues nos dirigíamos a la subida de 1 kilómetro que conducía hacia Scout Mountain. Eran las 4:45 p. m. cuando el calor ya casi alcanzaba los 38 °C. Se sentía al menos cinco grados más caliente. Las artemisas, robles matorrales y álamos resplandecían mientras nos esforzábamos por avanzar, logrando hacerlo a un paso muy lento. Fue entonces cuando mi cuerpo decidió rebelarse en lugar de comer.

Una arcada surgió del fondo de mi ser, vaciando mi estómago de forma tan violenta que caí de rodillas. “Lo siento, amigo. ¡Eso apesta!”, dijo Steven, mientras frotaba mi hombro. Sus palabras fueron el impulso que necesitaba para levantarme del suelo. Me puse de pie y comencé a caminar de vuelta al sendero con lentitud.

Ese momento, que sabía que llegaría, fue la razón exacta por la que decidí convertir mi ruta de Pocatello en una ronda. No necesitaba amigos que validaran la carrera (para eso existe Strava); necesitaba amigos que me validaran a mí. La presencia de Steven alivianaba mi carga y despejaba el camino para que pudiese lograr más de lo que hubiese alcanzado estando solo.

Unos kilómetros más adelante mis amigos Cody y Kelly nos esperaban para unirse al ascenso por Scout Mountain. He corrido con Cody desde antes de que él tuviese edad suficiente para beber alcohol. De la misma forma, Kelly ha sido mi amiga y compañera de running durante años. Para ese entonces llevaba varias horas de retraso según el ritmo que había anticipado, lo que significaba que habían tenido que esperarnos bajo el sol y entre nubes de mosquitos. Cuando por fin los alcanzamos, ya caía el atardecer. Me retorcía en náuseas y dolor ante mi falta total de calorías, de hecho, me veía peor de lo que me sentía. Pude ver en sus ojos la inquietud ante la dura noche que se nos venía por delante. Mas de 6 kilómetros nos separaban todavía de la cumbre. Completarlos nos tomó dos horas.

Nada como un descanso obligatorio después de varias horas de correr con calor y bajo el sol para hacerte cuestionar cada decisión de tu vida. Luke contempla los kilómetros que quedan por delante. Fotos: Anastasia Wilde.

Las sombras comenzaban a alargarse cuando me reuní con Scott, quien había realizado otro largo viaje para traerme el tipo de incentivo que solo un buen amigo podría traer. A unos metros de él, colapsé sobre un pequeño parche de nieve sucia; caí arrodillado, enterrando la frente en los cristales helados. Scott esperó un momento, luego se agachó, tomó mi mano y me ayudó a levantarme. Con mucho afecto me obligó a comer un poco de ramen y a beber Coca-Cola: era la primera gota de combustible que había sido capaz de ingerir en horas. Pasaron algunos minutos.

Desde la cumbre, la ruta seguía una arista hacia el norte a la que llamé “La cresta eterna”. Era expuesta y estaba repleta de rocas, con un sendero muy débilmente marcado. Durante más de cinco horas subimos y bajamos mientras caía la oscuridad.

Justo antes de la medianoche alcanzamos un punto alto llamado Indian Mountain, situado directamente detrás de mi casa, un lugar que solo unas pocas personas frecuentamos. Saqué unas banderas de plegaria de mi mochila, las había llevado para honrar a un amigo que había muerto poco tiempo atrás. Sopló una brisa ligera. Un búho ululó a la distancia. Nos quedamos allí por un momento, en la oscuridad. Luego giré hacia mis amigos, nos abrazamos y volvimos a lo nuestro. Aún nos quedaban muchos kilómetros por delante.

Luke se detiene en Indian Mountain para colocar banderas de plegaria en honor a un amigo que murió en una avalancha poco tiempo atrás. Foto: Steven G. Gnam.

Alrededor de la 1:00 a. m. alcanzamos una pequeña cumbre y divisamos un conjunto de luces a unos 300 metros por debajo; se trataba del equipo, esperando para entregar mi último reabastecimiento. Sus vítores ruidosos prorrumpieron al observar nuestras linternas frontales descender. Las lágrimas corrían por mis mejillas. Me detuve para repostar, luego me despedí de Kelly y saludé a Waylon, otro amigo patrullero de esquí con quien había compartido muchos ascensos en telesilla bajo la primera luz del día. Corrí de vuelta a la oscuridad, en compañía de Cody y Steven. El trayecto cuesta arriba por Chinese Peak fue abrupto e implacable. El polvo iluminado por la luna se esparcía en el aire mientras corríamos. El resto del mundo más allá de nuestras linternas dejó de existir. El agotamiento parecía disiparse ante la ligereza de la conversación y el movimiento mutuo.

Hay algo en el esfuerzo físico extremo que se siente como un viaje interdimensional en el tiempo. El ascenso de 13 kilómetros hacia Chinese Peak parecía durar tanto, pero al mismo tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Alcanzamos la cumbre y nos reunimos con el equipo, que nos esperaba por última vez. Eran las 3:30 a. m. Nadie esperaba que tardásemos tanto, mucho menos yo. Pero parecía que eso no le importaba a los demás. Alguien me abrazó. Otra persona me dio un helado de naranja. Luego emprendimos la marcha de nuevo, hacia el descenso final por la montaña que nos conducía de vuelta a la ciudad.

¡Ahí está el equipo! La luz de las linternas a la distancia son un panorama bienvenido durante una larga y lenta noche corriendo. Sobre todo, cuando esperan por ti con un helado de naranja. Fotos: Anastasia Wilde.

El sonido de nuestros pasos resonó a través de los edificios de la universidad; corrimos a través del campus vacío. Me invadieron grandes olas de emoción: una inmensa sonrisa, lágrimas, el corazón ardiente. Cada parte de mi cuerpo se encontraba profundamente fatigada, pero al correr junto a mis amigos, animado por la energía de muchos otros, me sentí ligero.

Luego terminó, de forma repentina. Me apoyé en la valla del cementerio y bajé hasta el suelo. Mi reloj indicaba que había tardado veinte horas y trece minutos, pero eso no me importó. Mi objetivo no había sido establecer el récord de velocidad de la ruta, sino simplemente completarla; experimentar esos senderos y montañas tan familiares a un nivel más íntimo y unir a la comunidad. Allí estaba yo, sentado en la acera, rodeado de humanos a los que les importaba lo suficiente como para regalarme su tiempo, sus horas de sueño y su energía física y emocional. Rompí a llorar. Tal vez suene un poco cliché, pero jamás hubiese podido lograrlo sin la ayuda de esas personas. Y estaba seguro de eso, porque ya lo había intentado.

La ronda de Pocatello pasó de ser un pensamiento a un sueño y luego se transformó en realidad. Hoy existe como símbolo de comunidad y amor, y como un llamado a aquellos que desean superar sus propios límites. Esos intrépidos que descubrirán cuántos otros estarán deseosos de ayudarles. Después de todo, la magia del trail running no es magia en absoluto: es su gente.

Cuatro meses después, durante una tarde de octubre, me encontré de nuevo parado en el cementerio, mientras mi amigo Thaddeus corría calle abajo. Más temprano, ese mismo día, nos habíamos reunido en Scout Mountain, luego lo acompañé a lo largo de La cresta eterna, hacia la segunda sección de La ronda de Pocatello. Otra vez rompí en llanto en la misma acera, en esa ocasión por mi amigo y por su extraordinario esfuerzo. Se sintió como el comienzo de algo especial.

Perfil del Autor

Luke Nelson

Luke es embajador de Patagonia en senderismo y director de la carrera Scout Mountain Ultras. Vive y corre en Pocatello, Idaho.