Generaciones de abrigo

David Sax / / 16 min de lectura / Worn Wear

Una visita al armario del recuerdo.

Todas las fotos por Brendan George Ko.

“Aquí tienes, Capitán Patagonia”, dijo mi amigo Josh, arrojándome el nuevo par de guantes de surf Yulex®, de Patagonia, que había comprado para mí. “Ahora tu atuendo está completo”. Ahí estábamos una mañana de octubre, a una distancia socialmente aceptable el uno del otro, parados detrás de nuestros autos abiertos y quitándonos todas las prendas que teníamos hasta quedar en ropa interior en el parqueadero del Bluffer’s Park, Toronto, preparándonos para surfear un tranquilo wind swell en el lago Ontario.

Observé mi cuerpo y me reí. El día estaba muy ventoso —la primera señal verdadera del otoño— y llevaba puesto un polar Synchilla® Snap-T® más otro polar sin mangas, todo bajo una chaqueta forrada en más polar. También tenía una chaqueta extra en el maletero, en caso de que tuviera mucho frío al salir del agua. Josh no bromeaba. Era un verdadero maniquí andante que vestía la historia de Patagonia, un ejemplo de su médula, forrada en polipropileno y plumas de ganso, cuyas capas apiladas revelaban una historia más profunda tanto de cada prenda como de la persona que ahora las “pelaba” como si fuese una cebolla.

Mi padre compró su primer gorro de polar Patagonia en un viaje de esquí a Snowbird, Utah, a comienzos de la década de 1980 y, desde entonces, el catálogo llegaba a nuestro hogar dos veces al año generando gran expectación. Incluso de niño, lo recogía emocionado de entre el montón de cartas y apilado, para luego estudiar cada página, memorizando líneas de productos y los nombres de las telas, cordilleras y aventureros. Mis padres no eran exploradores sino gente de ciudad, pero esquiábamos durante todo el invierno y teníamos un velero en Toronto. Necesitaban ropa cálida e impermeable, exactamente lo que Patagonia les ofrecía.

El “Capitán Patagonia” usa una de las pocas cosas que le quedan de su abuelo, una chaqueta tipo “bomber” color gris plomo.

La capa exterior era la más vieja de todas y, en muchos sentidos, también la más significativa. Una chaqueta tipo “bomber” en gris-plomo que le había pertenecido a mi abuelo, Stanley Davis. Mi padre se la regaló en su cumpleaños cuando yo era aún muy pequeño; también compró otras dos que iban a juego para él mismo y para mi madre, pero en azul y rojo. El abuelo manejaba un negocio de distribución de productos ferreteros en Montreal, así que usaba trajes formales todo el tiempo. En cuanto a actividades al aire libre, su espíritu se limitaba a un paseo nocturno por el vecindario, balanceando sus largos brazos como si marchara. Me lo imagino en una noche de octubre, subiendo el cierre de la chaqueta sobre su camisa de vestir y su cárdigan, listo para salir a inhalar profundamente la dulce fragancia de las hojas en descomposición durante su caminata. Esa prenda es una de las pocas cosas de él que aún conservo; murió cuando yo tenía apenas doce. Me pregunto qué hubiese pensado de haberme visto subiendo ese mismo cierre sobre mi pecho desnudo después de quitarme el traje de surf, con el vello corporal asomando por la parte superior cual actor de cine al salir del agua.

Este polar tiene tres décadas y siete continentes de historia.

El Snap-T y el polar sin mangas los compré cuando tenía catorce y los he usado consistentemente a lo largo de tres décadas, en cada locación y situación posibles. Durante la secundaria se burlaban de mí por no quitármelos nunca. Me han mantenido abrigado en viajes en canoa por Ontario y esquiando en todos los continentes. Los he usado para recorrer senderos en Yosemite, pero también para entrevistar a inversionistas de riesgo en Silicon Valley (un chiste interno conmigo mismo). Ambas prendas llevan las marcas del uso con amor: una rasgadura hecha por una rama, algunos hoyitos de brasas levantadas por el viento, el desgaste normal de los lavados ocasionales tratando de quitar el olor a sudor, humo y cervezas derramadas en bares universitarios.

Sax continúa disfrutando los beneficios de su inversión.

La chaqueta de pluma fue mi adquisición más reciente en Patagonia previo a los guantes. La compré al comienzo de una gira editorial de promoción en 2016, entre entrevistas para la televisión durante una mañana sorprendentemente fría de noviembre. Cuando me la probé, se sintió como el abrazo de una nube, por lo que no me la quité hasta abril. Me acompañó por todo el mundo, desde las altas montañas de Corea hasta las calles de Viena, por no mencionar los innumerables vuelos y trayectos en autos alquilados, además de caminatas y paseos forzosos para mantener la cordura de mi familia durante los oscuros días de la pandemia.

Verdaderamente, más que las expediciones remotas, lo que ha moldeado esta chaqueta a mi medida son las aventuras cotidianas que llegan con la madurez. Las mangas están cubiertas por los fluidos corporales de mis dos hijos, las plumas sueltas se le escapan por las costuras tironeadas con cierta violencia en el día a día. Mi amigo la llama “La Papagonia”, puesto que muchos otros padres de mi edad también parecen llevarla casi como uniforme. A menudo nos saludamos con la cabeza al cruzarnos en la calle, con la postura encorvada para empujar un cochecito o arrastrar algún reacio infante al colegio.

La chaqueta “Papagonia” en todo su esplendor glaciar.

Hace dos años, durante un viaje de trabajo a Chicago, me enganché con un alambre suelto de una construcción abriendo un tajo en la manga izquierda de mi chaqueta. Entré a un restaurante dejando plumas por todo el piso. Al volver a casa le puse un parche de duc tape rojo para sellar el daño. Unas semanas después hice lo mismo con otro tajo idéntico en la manga derecha, ocasionado por el filo del esquí de mi hijo. Llevé la prenda a la tienda de Patagonia en Toronto para saber si podían repararla, pero el personal me ofreció una nueva de forma gratuita. Respondí que debía pensarlo. ¿Por qué lo hice? ¿Quién rechazaría una chaqueta nueva, libre de mocos?

La verdad es que no quería una nueva. Quería la mía. Esa que había usado cientos de veces en su corta vida. La que me acompañó por montañas, al otro lado del mundo y a través de las calles invernales de mi vecindario durante los últimos años. Esa llena de cicatrices y parches que la hacían mía; tan llena de recuerdos como de plumas.

Incluso la chaqueta técnica o el polar mejor diseñados, respaldados por décadas de investigaciones y pruebas de campo, no son más que un schmatta, un montón de trapos, en el yídish coloquial de mi otro abuelo, Sam Sax, veterano del muy judío negocio del schmatta. Pero cada vez que usamos estas prendas, algo sucede. Dejan de ser tan solo telas y pasan a formar parte de ti. La polera del concierto de Hiss Golden Messenger guarda el recuerdo de la inolvidable primera vez que lo viste tocar. Tu aporreada gorra Killer Dana le dice a los demás que surfeas. Aquella bufanda de tu madre ya fallecida aún conserva un poco de su perfume varios años después.

El vínculo que creamos con nuestra ropa es ilógico, pero aun así comprensiblemente humano. Compré todas estas prendas para divertirme: para esquiar, surfear, acampar y caminar. Son ellas las que me permiten salir y quedarme afuera. Los recuerdos que creo al usarlas son siempre buenos: las olas corridas, las noches junto a una fogata, los cientos de metros de inmaculada nieve polvo en la Columbia Británica que nunca olvidaré. Eso hace que sea tan difícil deshacerme de ellas. Cada otoño, mi hermano y yo nos peleamos por usar la chaqueta de mi abuelo durante la estación. Cada verano tratamos de apoderarnos de la gorra de malla que mi padre compró para navegar y que nosotros preferimos usar para el Stand Up Paddle. En la actualidad mis hijos toman esa misma gorra para jugar en la playa. Tres generaciones de la misma familia reclamando su parte de una herencia textil.

Sam se prepara para hacer algo que “es ilógico, pero aun así comprensiblemente humano”.

Ese día, mientras me ponía mis guantes de Yulex en el estacionamiento, me di cuenta de que esta ropa forma parte importante de mí. Pensé en esas prendas Patagonia que ya no tengo y deseé tenerlas de nuevo: esos shorts rojos que usé durante un campamento de verano y que después se perdieron durante el lavado, la chaqueta y los pantalones de nieve azul rey con tecnología H2No® que le vendí a alguien en Argentina, ese primer gorro de polar que mi padre compró en Utah y que yo seguía buscando, aún sin éxito.

Todos cumplieron su propósito: mantenerme abrigado y seco al aire libre. Sabía que estos guantes también lo harían. Pero con el tiempo y las olas suficientes, además del recuerdo de reír semidesnudo en un estacionamiento congelado durante la pandemia, probablemente harían mucho más.

Perfil del Autor

David Sax

David Sax es periodista y autor de best sellers canadiense. Ha escrito para diversos diarios y revistas, como The New York Times, The New Yorker, Vanity Fair, NPR, GQ, Bloomberg Businessweek y Toronto Life.