Correr me trajo de vuelta a casa

Vanessa Chavarriaga Posada / / 8 min de lectura / Trail Running, Culture, Hiking, Planet, Sports

Tras años tratando de encajar en la cultura del trail running occidental, una corredora descubre que lo que ha estado buscando se encuentra en las montañas colombianas de su juventud.

Todas las fotos por Jr Rodriguez.

Me duelen las rodillas por los empinados escalones de piedra y barro; mi piel brilla por el sudor y la humedad que huele a eucalipto. Detrás de mí, las voces de mi mamá y de mi tía se funden en una sola, como el canto de los pájaros en el aire.

Estoy en el corazón del universo, los pulmones color esmeralda de la tierra: el dulce y abundante bosque nuboso del centro de Colombia. Mi plan es correr 50 kilómetros desde Támesis a Jericó, un pequeño pueblo histórico situado en las montañas antioqueñas, de donde viene mi familia. Hoy día no solo estoy de regreso al que fuera mi primer hogar, también estoy corriendo para cruzar las puertas de la tradición.

Empecé a correr a los veinte años. Pero mi relación con la naturaleza comenzó mucho antes. Al igual que la mayoría de los colombianos, mi familia le daba mucha importancia al tiempo que compartíamos juntos, con todos los parientes, al aire libre; ya fuese caminando, visitando fincas o nadando en ríos. Casi siempre estaba afuera, en la naturaleza.

Izquierda: ¿quién necesita geles energéticos cuando la ruta está repleta de árboles frutales? Chavarriaga Posada presume la generosidad de Colombia.

Derecha: la mayoría de los senderos en los bosques nubosos de Colombia se construyeron para los campesinos que habitan las montañas, como vía de acceso a la ciudad, pero resulta que también son ideales para correr.

Cuando tenía siete años, con mi familia nos mudamos a Michigan en busca del sueño americano. De pronto, ya no reconocía los árboles, tampoco sabía hablar el idioma. A pesar de que había crecido con los pies en el barro y la mirada puesta en las copas de los árboles, ya no sentía que mi sitio estuviese afuera, en la naturaleza. Claro que podía salir a caminar. Pero en ese lugar los bosques estaban cuidadosamente delimitados, además se necesitaba un auto para llegar. Conceptos como “cabeza del sendero”, “tarifas de entrada” y “equipo de trail running” eran difíciles de comprender.

A medida que fui creciendo, me esforcé por familiarizarme de nuevo con la naturaleza y por ganar acceso a ella; era algo que en el pasado consideraba un derecho universal. Trabajé en una tienda de equipo outdoor en Michigan y tomé algunos cursos sobre actividades al aire libre. Al final, dejé mi hogar para irme a estudiar a Wyoming, en donde encontré mi camino hacia la cordillera Teton. Aquí, a mis 20 años, las montañas de granito estaban a mi completa disposición. Sin embargo, seguía sin sentirme bienvenida.

La mayoría de los corredores, esquiadores y escaladores que conocí en las montañas del oeste del país eran más bien tranquilos y estoicos; embarcarse en estos deportes era una actividad seria y solitaria. La mayoría corría por su cuenta o para medir su velocidad, mantenían en secreto sus senderos favoritos y excluían a los principiantes y recién llegados a la zona de manera deliberada.

En todo momento me encontraba confrontando perspectivas que iban en contra de la forma en la que me habían criado. En Colombia la gente invita a todos sus conocidos a la naturaleza; siempre vamos hablando, cantando y riendo por los senderos. No nos importa el tema de la velocidad porque paramos constantemente para disfrutar de las flores silvestres y de las frutas, o para darnos un chapuzón en el río. Me tomó años darme cuenta de que ambos enfoques no estaban ni bien ni mal. No sé si uno es mejor o peor que el otro, solo sé que son diferentes.

Cada vez que corres un tramo largo llega un momento en el que comienzas a cuestionar tus decisiones. Chavarriaga Posada encuentra el suyo a medida que aumenta el calor y empiezan a llegar los mosquitos.

De cuando vivía en Colombia recuerdo una ruta en particular llamada “Las Nubes”, a la que iban solo los adultos y también dejaban asistir a mis primos mayores. Partían a las cinco de la mañana, así que nunca alcanzaba a despertarme. Pero siempre volvían con historias. Para mí, ese sendero era la representación de un sueño místico.

Ahora soy yo quien viaja a tierras lejanas y tiene el honor de traer relatos para compartir. En 2023, cuando hice planes para pasar parte del verano visitando a mi familia en Colombia, no pude imaginar una mejor forma de celebrarlo que llevando a casa mis zapatillas (y un amigo), para luego correr una ruta grande en el área de Las Nubes, el mismo bosque con el que soñaba de pequeña. Lo mejor de todo fue que mi mamá y mi tía se ofrecieron a acompañarme durante la primera parre, lo que implicó levantarnos a las tres de la madrugada y conducir por un buen rato a través de un camino bastante irregular.

Dato curioso: las salidas de trail running ambiciosas son más divertidas y gratificantes cuando puedes compartirlas con tu comunidad. Chavarriaga Posada saca una selfi antes de emprender la marcha junto a su madre y tía, quienes la acompañaron hasta la primera cumbre del día.

Hora y media después llegamos al pueblo de Támesis, en donde comenzaría nuestro recorrido. Las únicas personas en la calle eran las que estaban despiertas desde la noche anterior, jugando con monedas y botellas fuera de la iglesia. Comenzamos el trayecto dejando abajo el pueblo y haciendo pausas para contemplar los profundos tonos de lavanda y rosa que pintaban las nubes. Por lo general, cuando exploro senderos en otras partes del mundo me detengo a preservar momentos valiosos a través de palabras y fotos, así puedo compartirlos luego con mi familia. Pero en esa ocasión mis seres queridos estaban conmigo. No tenía que esperar. Me quedé en silencio, disfrutando de ese instante único en el que mis dos mundos se unían.

Después de unos minutos, nos separamos: mi mamá y mi tía volvieron al auto para conducir a casa, mientras que junto a mi cordada seguimos camino hacia el bosque. El sendero cuenta historias de tiempos precoloniales. Muchos años atrás, cerca de 48 grupos indígenas pavimentaron el caminos con piedras a medida que viajaban por las montañas. Hoy, estos se encuentran rodeados por una red de fincas cafeteras y senderos que existen para que los cosechadores y sus mulas puedan recoger los granos de café y llevarlos a los pueblos cercanos.

Nuestra ruta conectaba distintos tramos de esos viejos “caminos”; se requería cierta creatividad para enlazarlos. Durante un momento caminábamos por el frío y húmedo bosque nuboso, pero al siguiente llegábamos a una finca cafetera de la región, con sus perros escoltándonos a través de las frondosas laderas.

Los senderos del lugar se construyeron para que los que vivían en las montañas pudiesen acceder a los pueblos, por eso suben y bajan abruptamente, no de manera gradual. Ascendíamos muy por encima de un pueblo, para luego descender otra vez hasta llegar al siguiente, solo para comenzar otra subida que conducía al próximo destino. Después de varias horas, el frescor del amanecer comenzó a desaparecer, mientras el agotamiento tomaba su lugar. Me sumergía en ríos arroyos y ríos, metía la cabeza bajo el chorro de las cascadas cada vez que podía. Los mosquitos eran casi invisibles, pero también ineludibles. Dejaban grandes ronchas en mi piel. A veces los caminos eran claros y precisos. En otras ocasiones parecían más bien canales de irrigación secos, repletos de helechos y arañas bananeras. Aun así, cada cierta cantidad de kilómetros nos encontrábamos con otras personas.

Izquierda: las cascadas siempre merecen un pequeño desvío, sobre todo estando a 29 °C y con un montón de humedad.

Derecha: Chavarriaga Posada hace una pequeña pausa para un importantísimo chapuzón en uno de los muchos arroyos a lo largo de la ruta de Támesis a Jericó.

“¿Para dónde van?”, nos preguntaban los campesinos en las montañas. Mi respuesta nunca era directa e involucraba entusiastas movimientos con las manos, miradas en distintas direcciones, apuntar a varios lados y tres historias de infancia. Cada vez que terminaba, esperaba reacciones asombradas o elogios por nuestro ambicioso plan. Pero, en vez de eso, contestaban contándonos las veces que habían completado la misma ruta, tan solo para visitar el río, y compartían un tipo de conocimiento que jamás encontraría en los mapas: caminos a través de fincas de distintos vecinos, atajos, lugares donde zambullirse al agua o dónde encontrar el mejor “salpicón”, una bebida fría de frutas tropicales y leche condensada que a por lo general se vende en las carreteras de pueblos pequeños. Mi preparación parecía rudimentaria en comparación con toda una vida de experiencias. Mi short de running y el chaleco de hidratación, equipo que tardé años en entender y también en poder comprar, ahora resultaban inferiores en comparación a sus jeans y sombreros desgastados. Ese día, ellos eran los expertos.

En las montañas del oeste norteamericano la experiencia suele comenzar con cursos, certificados y la mentoría de quienes te aceptan. En Colombia, empieza tan solo con la curiosidad y la exploración. Aquí, los verdaderos expertos no son quienes conocen las rutas más difíciles, sino las más sencillas. Se trata de personas que se enorgullecen de ofrecer ayuda y de compartir consejos e historias con quienquiera que conozcan en el sendero.

Cuando se trata de trail running, existe información detallada que no se puede conseguir en archivos GPX. A medio camino entre Támesis y Jericó, Chavarriaga Posada se detiene para pedir indicaciones a un campesino local.

El tiempo pasa más lento en Colombia. Nadie está apurado. Correr ahí es también así. Nuestros puestos de abastecimiento no son carpas transitorias, sino sitios que permanecen: la casa de la esquina, donde sus residentes te esperan con agua fría y buenas vibras; el “estadero” que sirve frutas y bebidas junto a carreteras que unen dos pueblos. Los alimentos que comemos en los senderos son los mismos que compartimos en la mesa, recetas que nuestros antepasados nos enseñaron, porque están arraigadas en la ciencia de crear un vínculo profundo con la tierra. Es comida que sabe al lugar en donde estás. Envolvemos bien nuestros tamales en hojas de plátano, listos para el viaje que se viene. Corremos con dulce de guayaba, fruta fresca y bebidas electrolíticas hechas con caña de azúcar. En vez de exprimir geles con cafeína, nos detenemos por un café de verdad, que se sirve caliente y nos da el tiempo necesario para sentarnos y ponernos al día mientras se enfría.

Izquierda: a veces, el trail running en los bosques nubosos de Colombia es un poco diferente.

Derecha: no hay nada mejor que algo bien frío tras una corrida larga y calurosa. El salpicón, una bebida a base de frutas y leche condensada, es el más delicioso ejemplo.

Como inmigrante, son pocas las veces en mi vida en las que he sentido que encajo. Algunos días tener una visión tan amplia y diferente me libera, pero a veces también me aísla. Dejar mi país a tan corta edad hizo que fuese complicado desarrollar una relación con él que se sintiese como propia; lo mismo pasa con las montañas.

Pero cuando corro por sus carreteras llenas de polvo y senderos repletos de vegetación, siento que estoy creando un espacio para mí misma, armonizando deporte, patrimonio y tradición. En ellos me siento apoyada, incluso por completos desconocidos. El aislamiento desaparece. Los días de montaña se convierten en un esfuerzo comunitario y la felicidad se hace colectiva. Transitarlos me hace recordar que el trail no tiene que ser difícil para valer la pena. Puede también ser fácil y natural, como una sonrisa que aparece en el rostro de alguien.

Nuestro viaje culminó al atardecer, con un buen salpicón en la plaza de Jericó. Mi tía, mi mamá y muchos otros residentes del pueblo aguardaban ansiosos, a la espera de que les contásemos historias de sus tierras. Sus rostros se iluminaban de alegría cada vez que nuestros relatos les recordaban momentos de su juventud en la naturaleza. Juntos nos maravillamos de los rincones hermosos y difíciles de acceder que existen en nuestra tierra natal, esos que la gente pocas veces llega a visitar; lugares y experiencias “secretos” que se sienten aún más especiales porque los compartimos.

Perfil del Autor

Vanessa Chavarriaga Posada

Vanessa es inmigrante colombiana, atleta profesional y socióloga ambiental. Su trabajo se enfoca en derribar barreras sistémicas que impiden el acceso de las minorías étnicas a actividades en la naturaleza.