FFFKT (Mejor Tiempo Registrado con Cuatromiles y Pescando)

Jenn Shelton / 15 min de lectura / Trail Running

Encontré una tarjeta en mi libro de la Sierra High Route que decía: Dobbiamo credere nei miracoli prima di osare chiederne uno, una frase en italiano que significa, “Tenemos que creer en los milagros antes de tener la audacia de pedir uno”. Foto: Ken Etzel

Lo agarré como por capricho en la estación del guardaparque de Bishop en 2012. Estaba ahí tramitando un permiso que pudiera verse más o menos legal para mi intento de romper el récord masculino en el John Muir Trail al día siguiente. Y ahí estaba, en mi mano, igual como mi reloj Timex plástico de 20 dólares ha estado en mi muñeca desde que comencé a correr en la secundaria. Un día no estaba y al otro sí, formando parte de mí para siempre.

No estoy segura de por qué llamó mi atención, ya que no tenía la intención de leerlo en ese entonces. Los siguientes cuatro veranos de mi vida estaría abocada al JMT. Además, tampoco soy de gastar 17 dólares en un libro, especialmente en una guía que seguro iría a parar a un librero. Los libros son objetos dinámicos, no adquisiciones. Están hechos para ser prestados, intercambiados, compartidos y para discutir sobre ellos. Deben quedar destruidos después de una vida bien vivida. La portada no es para nada notable: Sierra High Route: Recorriendo las tierras sobre la línea de los árboles, Segunda Edición, Steve Roper.

El título está impreso sobre una foto que se rehúsa a capturar tu mirada. No es que esté fuera de foco o tenga mala composición, simplemente carece de una cierta nitidez, como si la hubiera tomado alguien con muy mala vista.

“La mejor parte de quebrarme como lo hice es que tuve que desprenderme de todo.”

Puedes ver un árbol arrasado por el viento, a la derecha del centro, lo que se ajusta a la regla de los tercios. Y algunas rocas, no tan grandes como para ser boulders, pero no tan planas como para sentarse en ellas. El fondo (un término generoso considerando que la foto tiene tanta profundidad como una lata de sardinas) insinúa la borrosa silueta de las montañas. La foto captura más la experiencia de avistar el lomo de una ballena que la sensación de contemplar las escarpadas torres de los Minarets, que yo sé que son esas montañas.

Y si todo eso no es suficiente insulto, sobre las montañas está el cielo.

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Traje un solo par de calcetines. No fue una idea tan terrible sino hasta el novena día, cuando se convirtió en una de las únicas cosas de las que me arrepiento en la vida. Eso, e ir a la universidad. Foto: Ken Etzel

En la foto se ve como un océano gris y nublado. Para cualquiera que haya pasado algo de tiempo en la Sierra, que John Muir apodó afectuosamente “La Cordillera de la Luz”, ese cielo sucio no es la versión que recordarán, ni mucho menos la versión que elegirían para la portada de un libro. El cielo blanco y caliente de la Sierra Nevada no es, como la portada del libro lo sugiere, una dama que acepte eufemismos. Más bien es despiadada, violenta, estridente. Comienza el día gritándote en un azul agobiante y, para las 10 a.m., su coqueteo es peligroso, soplando desde su pecho unos cúmulos que crecen rápidamente. La mayor parte del tiempo solo está jugando contigo. Pero cuando decide abrirse, algo que supuestamente hace menos habitualmente que cualquier otra cadena montañosa de su tamaño, compensa todo ese inocente preámbulo al desatar unas tormentas tan oscuras y furibundas que solo pueden ser descritas con una palara: horrendas.

Nunca he resistido tormentas de verano tan atroces como a las que de alguna manera he logrado sobrevivir viajando en la Sierra.

Pero la portada del libro es un aburrido purgatorio que no resalta ni un día glorioso ni una tormenta épica. En un mundo de “¡Mírame, mírame!”, la segunda edición de Sierra High Route, por Steve Roper, ruega silenciosamente que lo pases por alto. O bajo ella en el popular JMT, como la mayor parte de las personas, excepto por un puñado, hace cada año.

En el verano de 2018, decidí ser parte de ese puñado.

Las cosas no iban bien. A decir verdad, no iban bien ya por un buen tiempo. Había dejado a mi novio, que me amaba a mí pero no a cada una de mis imperfecciones, y compré una van, que parecía ser la decisión sexy para tomar en ese momento. Excepto porque la van no era una de esas sensuales campervan que te imaginas cuando piensas en “vivir tus sueños”. Era chica. Se veía y funcionaba como una tostadora con ruedas. Me quebré la pierna. Dos veces.

Usualmente necesito un poco de caos para prosperar. Así es como me inventé un trabajo corriendo carreras de 160 kilómetros, porque eran impredecibles. Crecí escuchando punk. Un amigo me apodó “Jenntropía”, como un juego con esa regla fundamental del universo: Siempre se necesita menos energía para destruir algo que para construirlo. El caos, no el orden, es como todos los sistemas se afinan. Sin embargo, creo que en estos últimos años afiné un poco mucho.

Pero nunca antes había pensado en renunciar. Había pasado un año y medio desde el accidente en el que me quebré la pierna por segunda vez, y podía correr como por cinco minutos. El dolor era demasiado. Todas esas monótonas horas de terapia física y de reentrenar mis músculos para volver a caminar, no habían hecho nada.

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Las personas que me preguntan sin calibré mi brújula no entienden nada. La calibración es inútil cuando las indicaciones son solo ir al este por un rato. Foto: Ken Etzel

Le mandé un mensaje a mi mejor amiga, la que estuvo conmigo cuando choqué. La que llamó a los rescatistas y la que los miró a la cara para decirles que no iba a dejar mis esquíes botados. La que me visitó todos los días en el hospital y luego me dio una cama en su casa para sanar.

“Creo que es tiempo de tirar la toalla”.

Me respondió de inmediato, como si hubiera estado lista para esto desde que me encontró en un montón de nieve.

“Has luchado bien duro. Está bien”.

“Tal vez me busque un trabajo de verdad”.

Silencio.

“Si me pongo a trabajar de 9 a 5 estaré muerta en un año”. Después de apretar el botón de enviar, dejé caer el teléfono en el piso de la van. Mi antiguo yo habría tirado el teléfono en el bosque. Mi antiguo yo habría gritado, golpeado algo, llorado y tomado una cerveza o tal vez cinco. Mi antiguo yo podía correr 160 kilómetros en menos de 15 horas, se ganaba la vida corriendo más lejos y más rápido que casi cualquier persona viva. Era increíble, pero también era un poco idiota.

La mejor parte de quebrarme como lo hice es que tuve desprenderme de todo. Así fueron los primeros tres meses en cama. Mis amigos me advirtieron que con una lesión de esa magnitud pasaría por todas las etapas de la depresión. Los más optimistas me dijeron que finalmente tendría tiempo para escribir un libro. Uno me dijo que finalmente me daría cuenta de que era lesbiana. Estaba preparada para cualquier cosa.

Pero cada día me despertaba y las cosas iban bien. Estaba en shock. Miraba sobre mi hombro para ver si había una nube negra acercándose. Pero nada. Solo la muralla blanca de la habitación para invitados de mi amiga. Y también algo que no había sentido nunca antes. Una calma silenciosa. Pasé los días respirando. Sé que debería haber estado haciendo algo productivo. Pero respirar parecía ser suficiente.

El teléfono vibró rompiendo el silencio. “Estarías muerta el primer viernes”.

Esa noche, la noche que renuncié a correr, abrí el libro. Era eso o buscarme un trabajo. Lo había tenido ahí por tres años. Inexplicablemente, de los cientos de libros que tenía, fue el único con el que me quedé. Ahí comenzó mi amistad imaginaria con Roper.

Cada sección del libro tiene una lista de cumbres para elegir, llamada “opciones de montañismo”. Decidí que quería que el ftk (mejor tiempo registrado, por su sigla en inglés) femenino fuera más redondo que el de los hombres. Decidí que sentaría el precedente. Subí un cerro sobre 4200 metros y pesqué un pez en cada una de las cinco secciones, FFFKT. Foto: Ken Etzel

The Sierra High Route comienza con algo como esto:

El Comienzo:Camping Roads End, en el flanco occidental del desierto alto de la cordillera; la ciudad más cercana es Fresno.

El Qué: Sigue la cresta de la Sierra, que ondula desde la línea donde terminan los árboles hasta el terreno alpino; evita bajar hacia los valles cada vez que sea posible.

La Longitud: Alrededor de 314 kilómetros con 17,9 kilómetros de ascenso.

El Objetivo: Cruzar los 34 pasos de montaña, en su mayoría sin nombre en los mapas (en algunos casos, Roper les ha dado su nombre a estos pasos).

La Dificultad: Un trekking bien trepado, con saltos de roca y deslizamientos, que no requiere experticia en escalada en roca, a no ser que te desvíes un metro de la ruta, en cuyo caso las cosas se ponen más sabrosas.

La Verdadera Dificultad: Roper no entrega una línea sobre un mapa para seguir. Se supone que quien hace la High Route debe pararse en un paso de montaña y leer una vaga descripción de cómo descenderlo de la forma más segura. Quien siga esta ruta también debería intentar descifrar, con la descripción escrita de Roper, cuál de la docena de pasos de montaña que se ven a la distancia es al que ella deba dirigirse.

La Mejor Parte: La Delirante Amistad con Roper. Seguir las descripciones escritas por Roper para ir del punto A al punto B es la línea de vida para quien haga la High Route. Todos forjan una relación con Roper, refiriéndose a él con un Él, con mayúscula. Así como “Desearía que Él hubiera dejado de hablar tan poéticamente sobre el ciervo que Él vio en esa mierda de pradera y le hubiera importado siquiera un poco que yo necesitara ir hacia la izquierda para evitar quedar aislada en una trampa mortal de IV grado. Pero al contrario Sus descripciones estuvieron más adornadas hoy que ayer”. Esta relación es una constante alternación entre un sentimiento de ferviente cariño, irritación y diferentes grados del Síndrome de Estocolmo.

Lo Usual: Se estima que cerca de 10 personas hacen la ruta completa cada año. La ruta está dividida en cinco secciones. Más de cincuenta personas completan una sección cada verano, promediado cerca de una semana para cada sección. Es común pasar días sin ver a otro ser humano.

La Meta: Una popular zona de camping para rednecks llamada Mono Village, en el límite noroeste de Yosemite, donde el caminante puede comprar trofeos señoriales como un licor de malta, Pringles y un plátano grisáceo.

Ya me había convencido.

No estoy segura cuál es el antónimo de solitario. ¿Hay una lengua donde exista una palabra para eso? Le he dado hartas vueltas. La definición más cercana que he encontrado es esa sensación dentro tuyo en la que todos los espacios están llenos. Las montañas siempre me han hecho sentir de esa manera. Descansar en la cama me ha hizo sentir así. Ninguna otra cosa lo ha hecho.

Me caía bien Roper, y quería caerle bien a él. Se trata de un hombre que escribió todo un libro sobre cómo cruzar toda una cordillera, entregando la menor cantidad posible de información práctica respecto del camino a seguir. Te dirá que cruces un río al final de un valle para luego alcanzar el próximo paso de montaña, a muchos kilómetros de distancia sin caminos visibles, te dirá cosas como, “Dirígete como hacia el este, eventualmente apuntando a una faja de acantilados rojizos”. Pero al tratarse de información inútil, era más locuaz. Como en el ejemplo del ciervo. O, te ofrecerá una página completa para contarte sobre su árbol favorito, el pino de corteza blanca

No tuve estómago para aplastarle la cabeza a un pescado, por lo que los tres primeros que decidí matar se las arreglaron para dar saltos de vuelta al lago. Los peces pueden saltar un buen trecho hasta llegar al agua. Quedé impresionada. Foto: Ken Etzel

En su defensa, es un árbol fascinante. Crece corto, rechoncho y lleno de nudos en el terreno alpino de altura. A veces parece que creciera directo desde el granito. Roper les cuenta rápidamente a sus lectores que John Muir dormía sobre las agujas que bota, asegurando que son superiores a cualquier colchoneta o colchón que el mundo industrial pudiera proveer. Lo que podría ser buena información, porque al seguir las escasas indicaciones de Roper, los lectores pueden estar seguros de que pasarán más de un par de noches varados en terreno alpino, acurrucados bajo las ramas de un pino de corteza blanca para protegerse del viento, mientras esperan la luz del alba para buscar esos esquivos acantilados rojizos en algún lugar hacia el este.

Toda esa página dedicada al pino de corteza blanca fue una de las razones por las que no empaqué una colchoneta. Esto fue una mala idea, una decisión que me dejó experimentar algunas de las noches más largas y frías de mi vida. Pero no culpo a Roper. Roper estaba transmitiendo inconscientemente la falta de información de John Muir. Yo no soy historiadora, pero tras dedicar un verano completo a la Sierra High Route, puedo decir con autoridad que Muir nunca durmió sobre las agujas caídas del pino de corteza blanca, porque la única diferencia con dormir directo en una loza de granito es que a la mañana siguiente tienes las marcas de las agujas en la piel. No, ese bastardo cortó ramas completas de los pinos para hacer sus colchones aislantes. Vivió antes del tiempo de No Deje Rastro, está bien. Solo digo que esta omisión de información casi me mató.

Esa noche me leí el libro completo. En la mañana, ya tenía un plan. Pasaría la primera parte del verano caminando partes de la ruta como reconocimiento. Y luego, quizás para la mitad del verano, mi pierna ya estaría sana. Si todo iba bien, podría intentar hacer el mejor tiempo para el cruce de la ruta. Si no iba bien, bueno, daba lo mismo. Habría pasado un verano más en las montañas, desesperadamente perdida y helada, pero con todos mis espacios llenos.

Además, tenía amigos de verdad. Una de las cuales se llama Mo, quien yo sabía que también tenía el libro de Roper usando espacio en su librero. Tras vivir 15 años en Mammoth Lakes, en la parte oriental de la Sierra, se había mudado a Michigan al final del verano para comenzar un trabajo enseñando periodismo. Cuando le pedí que se reservara al comienzo del verano para reconocer la primera sección de la High Route conmigo en sus montañas natales, no fue difícil convencerla.

“Solo prométeme que jamás usarás el término ‘empaque-rápido’”, fue su única regla. “¿Qué significa eso en todo caso?”

Mo también es corredora. Algunos meses antes, el mismo día en que me estaban removiendo el metal de la pierna, terminó en la posición 55 en la Maratón de Boston. No es una holgazana. Aún así, mi pregunta no carecía de mérito.

En mi última noche en la civilización fui a un bar y vi un video en YouTube de “cómo limpiar una trucha”. El primer pescado que me comí quedó tal cual como te lo estás imaginando. Foto: Ken Etzel

Mo, que tiene una maestría de Harvard, pasó años en la Sierra trabajando como mesera en Red’s Meadow, el único restaurante en el John Muir Trail. Después de haber entregado ya demasiadas hamburguesas a mochileros que no se demoraban en presumir de lo rápido que habían completado ciertos segmentos del sendero, Mo sabía que cuando finalmente colgara el delantal e hiciera el sendero por sí misma, no sería una de esas personas. De hecho, sería lo contrario: Ella quería ver cuán lento podía recorrer el sendero completo.

Algunos días hacía tan solo cinco kilómetros. Corría sin comida, aunque se llevó con ella unos hongos que disminuyeron su apetito al mismo tiempo que pusieron resortes a sus pisadas y cantos en su cabeza. Cuando finalmente se salió del sendero para reabastecerse en el Muir Trail Ranch, que está ubicado cerca de la mitad del camino, el pueblo estaba cerrando por la temporada y los empleados estaban limpiando sus casilleros. Le hicieron un sándwich. Se lo comió tan rápido que le hicieron uno más para cada mano, gratis.

“¡Oye! ¿Estás impresionado por nuestro toldo?” le pregunté al campista que estaba a un par de sitios del nuestro. Respondió que sí.

Era nuestra primera noche y esperábamos haber avanzado mucho más para acampar solas a la orilla de un oscuro lago alpino en la High Route, ya lejos de este sendero tan poblado. Nuestro comienzo al mediodía arruinó este plan.

Teníamos cuatro noches y cinco días por delante, después de los cuales Mo tenía que irse y yo continuaría sola por seis días más. El sol ya se había puesto hacía como 30 minutos, y ya nos habíamos despachado toda nuestra ración de tequila del viaje. Habíamos reducido tempranamente la carga en nuestras mochilas como si fuera un error de principiantes. Pero, en nuestra defensa, Mo había metido una bolsa de gomitas para intercalar con los tragos, y ese es el tipo de sorpresas que pueden hacer que una persona se sienta imprudentemente festival.

“Es un toldo bien bueno”, le dije, recostándome satisfecha contra un árbol. Podía darme cuenta de que el toldo no iba a funcionar, pero estaba suficientemente entonada como para no hacerme cargo de eso esa noche.

Cinco días después me despedí de Mo. Iba a extrañarla. Pero aún tenía a Roper. Sus palabras serían mi guía. Cojeé hacia el norte.

Tras dejar el sendero principal pasé cuatro días sin ver otra alma. Tenía suficiente comida para un día más en el sendero. El próximo sería un día bien largo, y me quedaría sin comida, pero supuestamente iba a poder avanzar sobre terreno sencillo hacia el Red’s Meadow, donde Mo solía trabajar y donde me estaría esperando para recogerme. Si alcanzaba los dos próximos pasos de montaña antes de que se hiciera de noche, de los cuales al segundo Roper llamó “Paso del Grito de Alivio”, supuestamente las cosas serían un regalo en comparación a los últimos 10 días.

Llevaba la cabeza baja y las pisadas enérgicas en una empinada sección de 6,4 kilómetros del sendero. Estaba disfrutando el lujo de no tener que navegar, pero también notaba que los senderos hacían más pronunciada mi cojera. Escuché un susurro y levanté la mirada para encontrar a un hombre. Grité desaforadamente. Él gritó desaforadamente.

“¡Eres la primera persona que he visto en cuatro días!”.

“¡Eres la primera persona que he visto en cuatro días!”.

Nos miramos por un par de minutos dejando que la adrenalina se diluyera. Él rompió el silencio.

“¿Quieres volarte y comer granos de chocolate bañados en espresso?”.

De verdad necesitaba alcanzar los próximos pasos y sabía que iba a estar sobre la hora, aún si de alguna forma lograba navegar correctamente el camino, algo que no había sucedido ni una vez desde que me había quedado sola con Roper. Además, ni siquiera me gustaba la marihuana.

“Por supuesto”.

Nos volamos como ranas y nos comimos toda su ración de golosinas. Iba a partir cuando cayeron las primeras gotas de lluvias. Él rellenó la pipa. Yo instalé mi toldo, más que nada para presumir.

“¿Crees que puedo cruzar los próximos dos pasos esta noche si las rocas están mojadas?”, le pregunté. Él estaba hacienda la High Route de sur a norte y justo venía desde esos pasos.

“Si te apuras podrías lograrlo, pero no lo consideraría seguro. Él dice que te mantengas en lo alto y contornees entre los pasos, pero va a ser difícil”.

“Sí, Él dice que va a parecer imposible, pero que al ir confiada encontraré una ruta a través de los acantilados. Por eso me preocupan las rocas mojándose”.

Las montañas se sumergen en la tierra y se alzan al cielo. La resistencia nunca es un declive lineal. La resistencia es confiar que una subida va a venir después de un bajón. La resistencia es, también, sabiduría. Que tu subida es temporal. Foto: Ken Etzel

Normalmente no recibiría drogas de un extraño, pero este tipo no era un completo extraño. No sabíamos nuestros nombres, pero habíamos estado intercambiando historias sobre seguir las indicaciones de Roper. Además, ambos nos referíamos a Roper como Él, que es como supe que este tipo que ahora me compartía chocolates y marihuana era una buena persona. Creíamos en el mismo dios. “Solo llega al Paso del Grito de Alivio sin matarte, desde ahí el trayecto es relajado.”

La lluvia se detuvo. Le agradecí por el chocolate y la hierba. No había comido azúcar en 11 días y me sentía en la cima del mundo. Me preguntaba qué es lo que tenía en contra de la marihuana en todo caso. Logré cruzar los dos pasos. No sin problemas, pero en los últimos días había aprendido a redefinir lo que es un problema, tal como había aprendido a redefinir lo que es un acantilado impasable. Además, sabía que cuando llegara al Paso del Grito de Alivio, toda la parte difícil se habría acabado, lo que mantenía mi ánimo ligero. Cuando por fin pude navegar a través de todos los acantilados coroné el paso. Miré hacia adelante y vi una ladera gentil que bajaba hacia un valle verduzco. Grité, “¡Yabba Dabba Doobie!” lo había logrado. Solo una miserable noche y un día de terreno fácil quedan por delante.

Cociné mis últimas calorías de cuscús arriba del paso y, mientras el agua hervía, miré lo que Roper tenía que decir sobre la próxima sección. Ahí fue cuando me di cuenta de que el libro no estaba.

Pasé de ser la chica más feliz en el mundo a tener la mayor sensación posible de estar hundiéndome. Más grande incluso que sentir mis huesos quebrándose dentro de la bota de esquí. Más grande aún que darme cuenta de que tal vez nunca volvería a correr sin sentir dolor en cada paso.

Estaba en las montañas, y estaba completa y absolutamente sola. Había perdido a Roper. Maldije al libro por ser tan fácil de perder. Sabía que el espíritu de la ruta no era avanzar rápido por las montañas sino perderse en ellas. Estaba bien con haberme perdido. Solo quería Sus palabras acompañándome, por inútiles que pudieran ser.

La antigua yo habría tirado el cuscús al sur por el acantilado de pura frustración. La nueva yo se lo comió en silencio. Cuando terminé, empaqué mis cosas y empecé a gritar. Y gritar y gritar. Todos los gritos del último año se liberaron. Si no eran gritos de alivio al principio, fueron gritos de alivio al final.

Ahora ya no había nadie que me mandara. Iba a poner un pie delante del otro en la dirección que se me diera la gana.

Sabía que la alfombra de rocas y flores silvestres que se extendía bajo mis pies eventualmente se allanaba en un valle, y que si encontraba sauces ellos me llevarían hacia un río que me las arreglaría para cruzar, lo que me pondría en camino hacia el Red’s Meadow y Mo. No necesitaba los recuerdos de un ciervo o las direcciones para ir hacia un mítico acantilado rojizo de nadie más. Puede que me tomara un rato más de lo que yo o mi estómago queríamos. Definitivamente tomaría más de lo que mi ego quería. Pero al final todo funcionaría. Podría perderme por mí misma.

Pensé en mis letras favoritas de The Mars Volta: “Tienes que perderlo para encontrarlo”. Tal vez eso es lo que significa el antónimo de solitario.

Jenn Shelton es una embajadora de trail running de Patagonia.

Este ensayo se publicó en el catálogo de Septiembre 2019 de Patagonia.

Perfil de autor

Jenn Shelton

Si bien es conocida como ultrarunner, a Jenn le gusta sentir el ritmo de la aventura que obtiene del ultrarunning y lo aplica al correr en general, desde grandes montañas a las carreras sobre asfalto. Ama probar los límites de su cuerpo y encontrar la belleza que hay en encontrar el ritmo. Actualmente vive en una casa con muy mala aislación térmica y con montones de zapatillas viejas para correr.